En los atascos, una tiene mucho tiempo para pensar, por ejemplo, en que hoy el 54% de la población mundial vive en zonas urbanas y que para el 2050 aumentarán hasta el 70%, mientras en los pueblos apenas se habrán quedado un 30%.

Según ese mismo informe de la ONU, en 1990 en el mundo había diez mega-ciudades con 10 millones de habitantes o más, pero en el 2014 eran ya 28 y en el 2030 serán 41 esas urbes inmensas e inmanejables. Un estudio del Gobierno escocés señala que los que más abandonan los pueblos son los jóvenes y apunta a algunas de las razones: falta de oportunidades de empleo de alta calidad, dificultades para la formación, menores posibilidades de evolución profesional. Otro factor es el acceso a la vivienda, los jóvenes compiten con personas maduras de mayor capacidad económica, lo que les deja fuera de mercado. En los pueblos es más difícil para ellos compartir piso, como se hace en la ciudad, sencillamente porque hay menos jóvenes. Otra cuestión son las percepciones de la vida rural: el deseo de independencia, de anonimato, de una oferta de ocio y entretenimiento variada y asequible. El comercio y los servicios también parecen ser algo que los jóvenes echan a faltar en el campo, así como la facilidad de transporte.

La sensación de aislamiento, de estar desconectados del epicentro y perderse algo también les mueve a rechazar vivir allí donde nacieron, porque salir del pueblo natal es sinónimo de disposición a la novedad y al cambio, mientras que el que se queda es percibido como conformista, poco ambicioso, cerrado. Así es la sociedad y así somos las personas. Los de la ciudad soñamos con las virtudes del campo y los del campo con otear los horizontes urbanos, pero ¿esas urbes son de verdad la oportunidad de cambio con la que sueñan los jóvenes? ¿No habría un camino más incluyente que dotara de valor y sentido al entorno rural y a sus posibilidades? No es una buena noticia que tantas personas piensen que si no escapan del lugar donde nacieron, no cuentan en el mundo.

Cineasta