Para que los árboles no impidan ver el bosque conviene dejar pasar unos días tras la noche electoral. Debemos levantar la mirada para comprender los mensajes de las urnas.

El primer dato, que era la base de encuestas y estrategias, es la bajada de más de tres puntos en la participación respecto a las elecciones de diciembre: más de un millón de electores menos. Desánimo, desafección, sensación de inutilidad del voto, descrédito de la política, y un largo etcétera que debería hacernos plantearnos, tanto a las ejecutivas de los partidos como a la sociedad en general, dónde nos estamos equivocando. Y en especial, a las fuerzas de la izquierda. Porque lo que pasó el 26-J, básicamente, es que más de un millón de votantes progresistas se quedaron en casa al no encontrar una alternativa sólida y creíble capaz de hacer frente al derrumbe de los valores democráticos elementales. No podemos echar la culpa sólo a los partidos, como tampoco a una supuesta ciudadanía irresponsable. Es un imperativo ético de cada cual, partidos y ciudadanos, preguntarnos qué hemos hecho mal.

La segunda constatación es que el eje izquierda-derecha está más vivo que nunca. En contra de aquellos que pronosticaban el fin de las ideologías y de los que intentaban construir una transversalidad que el electorado no les concede --véase la percepción, nítidamente a la izquierda que le otorgan los encuestados a Podemos en distintas encuestas--, hay una primera identificación ideológica que determina el voto. Se ha visto en la derecha, donde los 300.000 votos perdidos por Ciudadanos han ido al PP. Y lo mismo pasa en el campo de la izquierda, donde no parece haber habido --a falta de las encuestas postelectorales del CIS-- traspaso al bloque de enfrente, sino más abstención.

Y esto es a grandes rasgos lo que pasó el 26-J: que el bloque de la derecha salió reforzado, consolidando la hegemonía del PP, y que la izquierda no fue capaz de movilizar a su electorado, carente de una alternativa sólida y creíble. La derecha, como sabemos, es conservadora, no se arriesga con novedades ni con experimentos, y además suele permanecer fiel. Máxime, en un contexto de brexit, con las bolsas asemejándose a una montaña rusa y esperando a ver por dónde llega la anunciada tormenta perfecta. La izquierda necesita de un arrebato de pasión e ilusión para pasar por alto errores o infidelidades y acudir a las urnas.

Así las cosas, no creo que nadie tenga motivos para estar satisfecho. Por mucho que el Partido Popular haya aumentado 700.000 votos, no debemos olvidar que ha perdido 50 diputados respecto a su resultado de 2011, cuando se alzó con la mayoría absoluta. Respecto al PSOE, si bien han conseguido salvar la amenaza del sorpasso y mantener la hegemonía de la izquierda, han cosechado su segundo mínimo histórico seguido. Y si nos fijamos en los nuevos partidos, su descenso ha oscilado entre el 10% de pérdida de voto de Ciudadanos, castigado por su apoyo al PSOE, hasta el 18% de Podemos, caída de múltiples causas, desde una convergencia mal gestionada hasta un discurso confuso.

Más allá de ver qué ha podido pasar en cada formación, se puede sacar una tercera conclusión: el electorado, por razones múltiples y muy diferentes entre sí, ha terminado castigando a aquellos que con mayor o menor entusiasmo, sinceridad y coherencia intentaron alcanzar un acuerdo para formar gobierno, y ha premiado al partido que decidió sentarse en la puerta a esperar ver pasar el cadáver de sus enemigos. Toda una elección. Cuando Pedro Sánchez intentó la investidura --sin cuyo gesto no podría haberse desbloqueado la situación política-- y no lo consiguió, se generó una imagen de fracaso y derrota sobre los cuatro partidos que estuvieron implicados en la negociación. Más allá de detalles, que nuevamente abarrotan de árboles que impiden ver el bosque, tanto Pedro Sánchez, como Albert Rivera, Pablo Iglesias y Alberto Garzón, habían fracasado en su intento de formar un gobierno. Se echarán las culpas mutuamente, y seguro que la responsabilidad global fue compartida, pero lo cierto, y lo que constituye el imaginario con el que después se va a las urnas, es que habían fracasado. Por eso resultaba un tanto suicida la estrategia del PSOE de recordar durante la campaña una y otra vez ese fracaso, aunque fuera en forma de reproche a Podemos. Porque, ¿quién vota a un perdedor? Sabemos que la elección del voto viene dada por múltiples factores, pero uno pesa sobre los demás: la percepción de capacidad para hacer frente a los desafíos.

Por otro lado, ese intento de pacto, complejo y controvertido, ponía el dedo en la llaga en una de las carencias más notorias de la sociedad española, en la que llegar a un acuerdo es traicionar a alguien o algo. Lejos de considerar la idea de pacto como un triunfo, un signo de inteligencia, de responsabilidad o de altura de miras, tendemos a creer que el que ha pactado ha traicionado, a lo suyo o a los suyos. Necesitamos urgentemente construir una cultura del acuerdo que nos permita vivir en sociedad respetando las diferencias.

La política debe ser útil para la vida. Cuando deja de serlo, aparece la famosa desafección democrática y, en el mejor de los casos, la indignación. Ahora que comienzan las negociaciones para la investidura, los políticos deben recordarlo. El mapa tras el 26-J no admite gobiernos en mayoría ni acuerdos a dos. Se imponen los que cuenten al menos con tres formaciones. Y no parece fácil que el PP pueda encontrar otros dos socios que le apoyen, salvo que el PSOE decida finiquitar su historia. Existen, sin embargo, opciones de acuerdo a múltiples bandas en el ámbito del cambio, que pueden conjugar el sí a la investidura con una retirada posterior a una oposición constructiva y exigente, basándose en asuntos estratégicos, imprescindibles para que el país retome la igualdad y la solidaridad. Quizá así se genere la ilusión que no se vio esta campaña. Si ni siquiera lo intentan, dejarán de ser útiles, y cualquier excusa será buena para, el próximo domingo electoral, volver a la playa... o subir a esquiar.

Politóloga