Pascua es una fiesta movible que se celebra siempre en un mismo día de la semana, pero no del mes. Esta fluctuación de fechas se debe a que la Pascua cristiana (en que se rememora y conmemora la Crucifixión y la Resurrección de Cristo) viene impuesta por la luna llena. Y es que, de acuerdo con las Escrituras, la muerte de Jesús se produjo en la Pascua hebrea, que se celebraba en la luna llena del mes de Nisán, equivalente a nuestro abril. Por este motivo, en el año 325, el Concilio de Nicea determinó una regla general para la elección de la fecha de su celebración, que tendría lugar: el domingo siguiente al decimocuarto día de la luna en los que tiene el equinoccio vernal en 21 de marzo, o inmediatamente después. Así, en el presente año, la primera luna llena, tras el equinoccio de primavera, es la del 11 de abril. Por lo tanto, es el domingo siguiente, día 16, en el que se celebra la Pascua de Resurrección.

En función de esta regla, el día de Pascua puede caer entre el 22 de marzo y el 25 de abril, con una posibilidad de 35 datas diferentes. Y del mismo modo (de acuerdo al día en que cada año acontezca), el tiempo pascual subsiguiente comenzará por esas mismas fechas, perdurando siete semanas hasta el domingo de Pentecostés (este año, el 4 de junio) con su octava, es decir, en total, 8 semanas. Por tanto, los límites finales del tiempo pascual quedan fijados, entre el 16 de mayo y el 19 de junio.

Asimismo, la Pascua cristiana está históricamente unida a la Pascua hebrea, la cual asociaba los movimientos de la luna y el sol, ya que tenía lugar en la primera luna llena de la primavera. De este modo, los hebreos comenzaban su festividad el día 14 de Nisán (mes que a su vez principiaba en el primer cuarto creciente de la luna después del equinoccio de primavera), ya que la regla que presidía el comienzo de los meses para el pueblo judío, situaba la luna llena en el día 14.

La forma de celebración de la Pascua judía consistía en la inmolación del cordero, siguiendo la ley de Moisés. Teniendo en cuenta que los días en el calendario del pueblo hebreo duraban de ocaso a ocaso, los fieles participaban en el festín ritual durante las primeras horas de la noche del día siguiente, 15 de Nisán.

Otro dato a tener en cuenta, es que los hebreos hacían retroceder la celebración de la Pascua en un día si caía en viernes, a fin de evitar dos jornadas consecutivas feriadas, puesto que el sabbath (sábado) es el día festivo para los judíos. En tal caso, la Pascua pasaba a celebrarse a partir de las primeras horas del sabbath (últimas seis horas de nuestro viernes). Y parece ser que fue precisamente esto lo que aconteció en el año de la Pasión de Cristo. Así, en el año 33 de nuestra era, la luna llena de Nisán (día 14 en el calendario hebreo), habría durado desde la tarde del 2 al 3 de nuestro mes de abril. Y según el calendario juliano, entonces imperante en el Imperio romano, el 2 de abril del año 33, habría sido un jueves, y por ende, el primero de los días de celebración de de la Pascua cristiana (domingo de Resurrección de Cristo) habría acontecido el 5 de abril.

Circunstancia determinada porque, mientras la mayoría de los judíos (siguiendo la costumbre señalada de no celebrar dos días consecutivos de fiesta), retrasaron en un día la celebración de la Pascua (lo hicieron en las últimas horas de nuestro viernes), Jesús y sus doce apóstoles se juntaron para compartir la Última Cena -en la que el Hijo de Dios instituyó la Eucaristía-, en la noche del jueves.

De ahí que los cristianos sigamos celebrando la Semana Santa comenzando por el Domingo de Ramos, día de la entrada de Jesús en Jerusalén, acompañado de sus apóstoles; siguiendo con el Jueves y Viernes Santo (días de la Última Cena y Pasión y crucifixión de Cristo, respectivamente); y al tercer día después de su muerte, el domingo de Pascua de Resurrección.

Un día que también el pueblo judío celebraba, pues en el 16 de Nisán (nuestro día de Pascua), le eran ofrendadas a Yahvé por los hebreos algunas de las precoces espigas verdes de grano, que habían nacido con las primeras luces de la primavera. Entonces la vida dependía por entero de las buenas cosechas, por lo que la luz del sol era el más importante símbolo de la vida. Y del mismo modo, como símbolo de vida para la Humanidad (tal como recoge el Evangelio de San Juan), expresó Jesús: Yo soy la luz del mundo, y el que me sigua no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Y ahora, más que nunca si cabe, la solidaridad y el amor siguen siendo los apasionantes retos que habrán de manifestarse con pasión, si queremos un futuro de dignidad y justicia para la Humanidad.

*Historiador y periodista