Desde la fundación en 1949 de la República Popular, ningún dirigente había acumulado tanto poder y títulos como Xi Jinping. En estos años, China tampoco había gozado de un momento tan dulce como el actual. El aparente repliegue voluntario de su gran rival, EEUU, del escenario internacional favorece su consolidación como actor fundamental del siglo XXI.

Xi tiene claro que hay que aprovechar los vientos favorables antes de que dejen de soplar y ha puesto en marcha una ambiciosa remodelación del Partido Comunista Chino (PCCh), que hará pública en otoño durante 19º Congreso. Para abordar los enormes retos del país tiene, Xi quiere conformar un partido disciplinado, cohesionado y fuertemente ideologizado. En el ecuador de su mandato -si acepta la norma no escrita de que el secretario general solo renueva el cargo una vez, lo que supone un total de 10 años al frente del PCCh--, colocará a sus incondicionales en la cúpula dirigente.

El secretario general se presentará al cónclave con los deberes hechos. Buen conocedor de las grandes preocupaciones de la sociedad china -corrupción, contaminación medioambiental y desigualdad- ha construido su estrategia en torno a ellas, lo que, pese a su autoritarismo, le ha granjeado una enorme popularidad. En la campaña contra la corrupción, ha expulsado del partido a un millón de los 86 millones de miembros y enviado a la cárcel a gobernadores provinciales, generales del Ejército, banqueros y empresarios, entre otros. En la defensa del medioambiente ha convertido China en el primer productor de energías limpias, aunque aún es el primer emisor de gases de efecto invernadero. En la lucha contra de la desigualdad se ha comprometido a elevar el nivel de vida de la sociedad china hasta hacerla «modestamente acomodada» para cuando en el 2021 se cumpla el centenario de la fundación del PCCh.

El líder saldrá reforzado del congreso y con las manos libres para impulsar la reforma económica que permitirá a China seguir creciendo a un ritmo no muy por debajo del 6,7% actual, lo que requiere alentar el consumo interno y conservar la capacidad exportadora. Defensor a ultranza de un mundo multipolar, la cumbre del G-20 en Alemania le ha reportado una contundente victoria: 19 países unidos frente a Washington en contra del proteccionismo y en defensa del cambio climático. Para saborear mejor el triunfo, ha estado en un discreto segundo plano, como uno más de los presentes.

China considera caduco el orden internacional capitaneado por EEUU que emergió tras la segunda guerra mundial. No pretende dinamitarlo sino establecer uno paralelo «más justo e inclusivo», que le permita jugar un papel preeminente en la esfera económica. Se trata de un avance progresivo, alejado de asaltos al cielo que supongan un enfrentamiento armado. «Vamos a crear un nuevo modelo de cooperación y beneficio mutuo», afirmó Xi el 14 de mayo en la apertura del Foro de la Nueva Ruta de la Seda. Este ambicioso plan de infraestructuras y conectividad entre los dos extremos del continente euroasiático y África, también denominado Una franja, una ruta, es la bandera con la que China pretende seducir al mundo y ganar influencia. El plan requiere inversiones mastodónticas. El objetivo de Pekín es que este esfuerzo calme la inquietud desatada por su reclamación de soberanía sobre el 80% de las aguas del mar del Sur de China y de muchos de los pequeños archipiélagos, islotes y arrecifes en disputa con Filipinas, Vietnam, Malasia y Brunei.

La creación de instituciones financieras como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII) y el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica) para facilitar la financiación de esos proyectos y evitar interferencias del Banco Mundial o del FMI es el mejor ejemplo de que China ya ha comenzado a construir un orden mundial alternativo. Muchos aliados de Washington se encuentran entre los 57 fundadores del BAII, lo que en cierta medida supone aceptar la existencia del orden chino.

Según el politólogo alemán Oliver Stuenkel, el mundo ha entrado en una fase de «bipolaridad asimétrica» en la que EEUU mantendrá el poder militar y China, el económico. «Se está construyendo una arquitectura posoccidental, y es innegable que el activismo institucional de China va a influir profundamente en las dos dinámicas, la regional y la global». Si Pekín quiere que su nuevo orden mundial tenga éxito, tendrá que mantener un mayor equilibrio entre su proyección de fuerza y su voluntad de cooperación. Stuenkel señala que eso depende de la capacidad china de convencer a sus vecinos de que el resurgir del dragón es beneficioso (y no peligroso) para la región.

*Periodista.