Del gravísimo estallido de violencia en Charlottesville (Virginia) se desprende que el tradicional supremacismo blanco está enquistado en algunos estados americanos, como una lacra eterna, pese a los avances legislativos y el desarrollo social del país. Y por más que puedan ser vistos como un simple anacronismo conviene hacer hincapié en la vitalidad mostrada hoy por estos grupos ultras de distintas ramas (nazis, antisemitas, ultranacionalistas, nostálgicos sudistas) en EEU. Algunos cabecillas de los supremacistas no tienen ningún empacho en relacionar sus bárbaras acciones con el pensamiento expresado por Donald Trump en su campaña electoral. De hecho el exlíder del Klan David Duke declaró que los manifestantes «iban a cumplir las promesas de Trump de recuperar nuestro país». Es decir, se establece un lazo de unión entre las impresentables acciones fascistas de esos grupos violentos con el programa del presidente. Si la Casa Blanca no se desmarca será un síntoma de grave crisis de la democracia. La reacción del presidente no ha sido muy alentadora. Sus palabras buscaron una equidistancia entre los ultras agresores y los grupos que intentaron frenar el desmán en la calle. Trump, incapaz de disimular su fondo ideológico, no supo condenar sin ambigüedad a quienes provocaron los incidentes tras la retirada de una estatua del general Lee, por sus ideas esclavistas, que se puede discutir, pero que fue legal. En el fondo de los disturbios está la revisión de la historia, que EEUU debería abordar con espíritu abierto y no con la ira de los nazis que desprecian a negros y judíos. H *Periodista