Las sensibilidades están ahora, a flor de piel». Eso apuntaba atinadamente, un editorial de La Vanguardia que, a propósito de la pretendida secesión catalana, sostenía apelando razonablemente al sentido común, que «el ardor de unos y la contundencia de otros había alimentado un crecendo de la tensión y ha encrespado los ánimos, dejando huérfano a ese tramo central y mayoritario de la sociedad catalana que reclama templanza».

Eso lo escribía la dirección de La Vanguardia el mismo día del fallido referéndum: el choque institucional que ninguno de los dos bandos en liza ha sabido o querido evitar, predecía aquel editorial que podría hacer del día de la consulta una fecha ruidosa, pero en absoluto ni jovial ni alegre para nadie, insistiendo en la inutilidad manifiesta del lamentable 1-O.

Como también hicieron otros medios, el diario catalán entendía que era su obligación «hacer un llamamiento a la serenidad», invocando «el respeto a la diversidad de opiniones, a la templanza, a la contención y al afán de preservar la convivencia como el más preciado tesoro común».

Si aludo a este criterio editorial, omitiendo cosas parecidas que se leen en otros diarios españoles a propósito del mismo problema, es para apuntar lo más elemental: que tampoco en Cataluña hay, ni de lejos, una opinión dominante. ¿Qué medios informativos, españoles o extranjeros, operando democráticamente, discreparían de aquel editorial de La Vanguardia?

Los españoles, cualquiera que sea nuestro origen y nuestra radicación domiciliaria, debemos reconocer y ¡practicar!, la voluntad de entendernos con nuestros compatriotas, procurándolo con sensatez y dentro del marco de nuestra Constitución cuantas veces así proceda.

Esto es, entiendo lo que apuntaba aquel editorial. Todos debemos saber y practicar que respetando como es inevitable y forzoso en asunto tan grave como el que se discute, siempre será preferible el diálogo a la violencia. Y claro, las normas vigentes deben cumplirse, aunque discrepáramos de ellas, mientras vigentes estén.

El editorial que no dudo en elogiar, era a mi entender, aceptable de principio a fin. Recordemos que las leyes, y no digamos solo la Constitución, se promulgaron para ser observadas por todos, sin excluir a los que discrepen de ellas; mientras se mantengan vigentes, vigentes están para todos.

La Vanguardia advertía que la jornada del 1-O significaría «una jornada atípica», planteada por sus impulsores como una exaltación de la democracia pero es obvio que no reunió los mínimos requisitos democráticos ni ofreció las garantías imprescindibles, puesto que «vulneraba y violentaba el marco de la legalidad constitucional» y encima, la Ley del Referéndum que aprobó el Parlamento de Cataluña el pasado 6 de septiembre tampoco resulta enteramente de recibo.

¿A qué se quería jugar? Ni unos ni otros pueden ignorar que la Constitución marca el camino y que «por el bien de todos», como se leía en el mismo editorial, no cabe intentar siquiera otro itinerario porque se manifestaría fraudulento. Sería perder el tiempo con perjuicio de la coexistencia democrática y provecho ocasional de algunos pocos, porque solo sería perder el tiempo con perjuicio de todos y aprovechamiento de pocos, esto es, de los ilícitos beneficiarios del trampantojo resultante.

Me parecen poco veraces algunas de las imputaciones que se hacen desde la Generalidad o por boca de algunos de sus dirigentes, a supuestas culpas del Gobierno central por no ofrecer alternativas a esos dirigentes. Cataluña dispone hoy del máximo de poderes que ha tenido a lo largo de toda su historia; Cataluña nunca fue soberana, siempre dependió de poderes superiores, ya fuera el de los reyes francos, de los de Aragón más tarde y los del Estado español desde hace siglos. Además, sería inexplicable dar a Cataluña un tratamiento que no recibieran al mismo tiempo las demás comunidades autónomas. Todas ellas ostentan la misma jerarquía y esa igualdad debe respetarse como exige la Constitución.