Acostumbrados a identificar la aspiración utópica con metas casi inalcanzables por lo elevado o complejo de su consecución o con mundos futuros plagados de promesas de ciencia ficción quizás hayamos dado por sentado demasiado pronto que los fines más sencillos son los más fáciles de alcanzar. O eso o los fines no eran tan sencillos como creíamos, pongo el respeto como ejemplo. Me sirve el ámbito político, cómo no, pero también y más allá de él el de la vida cotidiana del día a día. Puede que forme parte de nuestra humana condición el hecho de que conseguido cierto propósito se vaya sin mediar tiempo ni tregua a por otro logro más complicado, más ventajoso, más útil o productivo de modo que a partir de ese momento ya solo importa ése, el anterior es pasado y por tanto prescindible, un estorbo incluso y habida cuenta que lo mejor que puede hacerse con los estorbos es eliminarlos o apartarlos de nuestro camino exactamente eso habrá que hacer con el anterior propósito ya logrado. A mi juicio, algo de eso está pasando con el respeto siendo válido para casi todos los ámbitos en que se desenvuelve nuestra existencia. El respeto a la palabra del otro, a la voz del otro, a la edad del otro, a su autoridad o saber significan cada vez menos en una sociedad que parece haber entregado su alma al comercio, que no es el diablo de Fausto sino el Dios del XXI. Pocos son los que ponen en duda que con el trueque, el cambio, la compra y la venta se puso en marcha la civilización: la necesidad de entregar un bien o servicio a cambio de otro o de dinero siempre ha servido como medio para la satisfacción de necesidades y como acicate e impulso permanente que ha llevado al hombre a una exigencia continua de adaptación y mejora. El comercio es un factor imprescindible de la vida, es obvio, pero entregado a sí y encerrado en sí sin más limitaciones que las impuestas por la resistencia y la técnica puede conducir a la pérdida del sentido original y primero al que obedece: ayudar a vivir mejor. Creo que cuando se adopta la actitud de que es lícito conseguir cualquier cosa como consumidor, incluso a cualquier precio, se destruye otro factor fundamental de nuestra vida hoy en franco retroceso, considerado como algo demodé y hasta bochornoso : la importancia de lo inmaterial -o espiritual si prefieren-. Ese algo del ser humano que otorga reconocimiento a lo que considera por encima de él sin menoscabar el principio de igualdad sino dándole un valor solo comprensible desde la humildad. Tengo para mí que algo así pasa cuando de ciudadanos pretendemos pasar a ser consumidores de derechos. El «yo tengo derecho a…» ha sustituido a la vieja expresión «no hay derecho» con la que se quería resaltar que algo no era del todo justo. Hoy pareciera que todos tenemos derecho a todo sin reparar en que allí donde pongo mi derecho necesariamente estoy exigiendo algo de alguien y limitando a su vez su pretendido derecho tan vigente y potente como el de quien lo reclama. El Derecho no es el resultado de la suma de mis derechos, faltan en ese planteamiento algunas operaciones tan básicas como la resta de los derechos de los demás y la suma de mis y sus obligaciones. Obligaciones para conmigo, para con nosotros, para con todos, siendo para mí, a día de hoy, la más importante una a la que parece sorprendentemente no darse importancia, casi abandonada en el rincón más silencioso de la sociedad: la obligación del respeto metamorfoseada ya en utopía.

*Universidad de Zaragoza