Cuenta Ryszard Kapuscinski en El Imperio que los dos elementos que ayudaron a mantener la integridad, y un sentido de propósito en común, en la extinta Unión Soviética fueron el idioma y la burocracia. En aquel vastísimo territorio formado por cientos de lenguas, pueblos y religiones, el ruso fue la amalgama que permitió comunicarse y sentirse parte de una misma historia a cientos de millones de personas que se extendían desde Europa hasta el Pacífico; así como también lo fue un sistema administrativo homogéneo y eficaz, capaz de ejercer el poder, guiado desde Moscú, durante más de siete décadas.

Así que Rusia, en realidad, nunca dejó de ser un imperio. Primero, bajo los zares; después, bajo los bolcheviques, como se ha recordado profusamente estas pasadas semanas, dedicadas a analizar, 100 años después, el mito de la Revolución rusa y sus consecuencias, y ahora, en nueva encarnación, bajo Vladímir Putin.

Analistas y observadores han dedicado tiempo y espacio en los últimos meses a destacar el escaso interés del mandatario ruso por las celebraciones del centenario de la Revolución. Mientras, él sigue recuperando la capacidad global de su país y afianzando su propia versión del imperio. Solo algunos ejemplos de estos días. Por una parte, ha evitado que Venezuela se precipite por el abismo del impago total, con una reestructuración de la deuda que le da cierto aire frente a sus acreedores. No será la solución definitiva, pero permite a Caracas ganar tiempo. Por otro, se ha vuelto a erigir en «el mediador» en la búsqueda de una solución política para el conflicto sirio, como anfitrión en el balneario de Sochi del líder turco, Erdogan; el iraní, Rohani, además de Bashar el Asad. Sin olvidar su omnipresencia en el debate político mundial a raíz del papel de las injerencias rusas en la esfera de las redes, los medios y la comunicación en general.

De modo que cuando uno se pregunta hoy ¿qué queda, 100 años después, de aquella revolución, de aquellos «10 días que estremecieron al mundo» -como lo describió John Reed- y que parecían haber quedado enterrados bajo el peso de la historia?, la respuesta es: queda mucho. Queda la nostalgia por una superpotencia que fue, y parecía desaparecida, y queda la gente. El propio Putin es hijo del sistema que surgió de aquella revolución; de aquella burocracia y jerarquía. Y, junto con él, millones de ciudadanos rusos que nacieron aún durante el régimen soviético.

Queda también cierta inercia, en una población que, lejos de alcanzar aquel idealizado «hombre nuevo» que propugnaban los bolcheviques, vio cómo el régimen se empeñaba en acabar con cualquier atisbo de pensamiento crítico. Pero el error de «Occidente» ha sido menospreciar, a menudo y de modo paternalista, la capacidad de adaptación y de superación de la ciudadanía rusa. Una ciudadanía, o una parte de ella, a la que su presidente ha devuelto el orgullo de pertenecer a una nación poderosa, de darle un nuevo sentido del imperio.

*Periodista. Directora de Esglobal