En Washington acaba de aprobarse una ley que suprime el sistema de cobro por propinas. Cada trabajador del sector de la restauración cobraba un salario de 3,33 dólares por hora, que debía complementar con propinas -un 20%- o con un extra del empleador, que muchas veces le escatimaba. Mientras, para las otras profesiones el salario mínimo era de 12,50 dólares. Recuerdo con grandísima ilusión el reparto de propinas cuando de joven hacía de camarero en un hotel. Volcábamos cada sábado el bote de café sobre la cama y en seguida sabíamos que extra nos permitiríamos. No era consciente de que esa calderilla no suplía ni de lejos lo que me dejaban de pagar oficialmente. Pero aún recuerdo a quien me dio mil pesetas; y a un empresario de autocares, que dejó unos céntimos. Por cierto, su compañía es hoy una de las grandes. El concepto de propina ha ido degenerando desde que los griegos al brindar decidiesen regalar una parte de su copa a otro, pro (antes) pino (bebo), y que los franceses han mantenido a rajatabla: pourboire. Es un regalo, algo inesperado, incluso caprichoso. Como la propina que le dio Einstein en un hotel de Tokio a un botones, un papel con un consejo escrito que le dijo que guardase y que hace poco se subastó por 10.000 dólares. No, no es justo dar propinas. Lo justo es pagar lo que toca. Por eso es mucho mejor un acto libre de generosidad y antojo. Y lo fundamental no es recompensar a quien la recibe, sino satisfacer a quien la da. Los miles de euros que hayas podido ir regalando durante tu vida no son en menoscabo patrimonial sino una rentable inversión en felicidad instantánea. Cuando la propina es voluntaria es para beber y brindar, si es para comer, entonces tiene otro nombre: salario justo. Para todo lo demás, viva el regalo por la cara.

*Escritor