Sé que no es un tema sexi. Más bien sigue siendo tabú. Es de mal tono mencionarlo y merma la autoestima reconocerlo cuando lo que prima socialmente es parecer joven, bella y triunfadora. Pero, por mucho que intentemos ocultarlo, la ola de calor nos delata. Somos miles de mujeres en torno a los 50 años derritiéndonos cual polo al sol y agitando frenéticamente una orquesta de abanicos. Cuando tienes la menopausia a veces te dan ganas de llorar y no sabes por qué. Lloras por todas las cosas terribles e injustas que ocurren en el mundo. Lloras por las personas que querías y han desaparecido de tu vida. Lloras porque no eres tan omnipotente como pensabas. Lloras, en definitiva, porque tu cuerpo sabe que el tiempo pasa y atisba el fin como una posibilidad no remota. Lloras porque has tomado conciencia de que eres frágil y el viento de la vida te puede derribar, porque ingresas en una edad en la que ya no te sostendrá nadie, más que tú misma, y tus padres, si viven, han envejecido y ya no miran por ti, sino que tienes que mirar por ellos.

Los hijos se van de casa o están en la adolescencia y solo sueñan con desapegarse de ti. Sin embargo, aún tienes que ocuparte de las tareas domésticas y de que el hogar (esa pequeña empresa) funcione. Muchos días no te ves con fuerzas o con cabeza. Entonces alguien te habla de unas pastillas. No son precisamente las pastillitas amarillas que tomaba el ama de casa de aquella canción de los Rolling Stones Mother’s Little helper. Los tiempos han cambiado desde 1966 cuando las españolas de mediana edad también tomaban pastillas, pero rosas, el famoso Optalidón que les daba cuerda para llegar a la noche. Luego vino la terapia hormonal sustitutoria, pero ahora goza de poca popularidad pues tuvo peligrosos efectos secundarios.

Como no nos conformamos y las obligaciones siguen ahí, hayamos dormido mal o bien, buscamos con avidez algo que nos quite los malditos sofocos y en general la niebla en la cabeza. Entonces, las que padecemos los males de la menopausia (muchas se libran, enhorabuena) nos lanzamos a los herbolarios: hierba de San Juan, aceite de onagra, magnesio, flavonoides vegetales, triptófano, trébol rojo, kudzu… Y así un sinfín de productos que por lo visto compensan lo que perdemos al dejar de menstruar.

Sin duda es un fantástico negocio y floreciente, pues cada mes lógicamente, nos incorporamos un puñado más a las potenciales consumidoras. Somos las baby-boomers nacidas entre los 60 y 70, la primera generación que masivamente ha compatibilizado mal que bien vida profesional y vida familiar. Encima tuvimos los hijos tardíamente, con lo que la menopausia nos estalla en la cara con ellos aún colgando del brazo y de la cuenta corriente. Por supuesto, entre nuestras madres también había mujeres con carreras exigentes, pero en menor número. Que seamos tantas y todavía en plena actividad doméstica y profesional, favorece la explosión de oferta de los laboratorios a una clientela dispuesta a pagar lo que le pidan sin saber a ciencia cierta si funciona.

En busca de esa fórmula magistral, estos días he recorrido herbolarios de Madrid, Londres y Barcelona (amén de docenas de páginas webs, ya saben, la red, ese boticario amigo). Hay tantas alternativas que abruma y te entra el consiguiente sofoco. Eché cálculos y el presupuesto no baja de los 60 euros mensuales, pero aún disponiendo de recursos, lamento anunciar que no di con la fórmula magistral.

Sin embargo, cuando menos me lo esperaba, sí encontré una luz al final del túnel. Se trata de un libro que no sé cómo no receta la Seguridad Social en lugar de tanto Lexatín: Francine se desarregla, de la holandesa Francine Oomen (Ediciones B). Oomen es dibujante y escritora de gamberros libros infantiles, pero, fruto de su desconcierto físico y vital, se atrevió con estas memorias dibujadas sobre una etapa que, como dice, te asalta como una emboscada. Son elocuentes, divertidas, consoladoras, reflexivas y gráficamente deslumbrantes. Aunque haya batallas que es inevitable perder, como la de la flaccidez y las arrugas, vale la pena perderlas si es en compañía.

Créanme, hombres y mujeres de bien, si tienen cerca este verano a alguna amiga, madre, hermana, compañera o esposa dándole al abanico haga frío o calor, para inmediatamente después destemplarse y necesitar el chal, regálenle un ejemplar de Francine se desarregla. Aunque no le mitigue la menopausia, se reirá. Porque quizá el mejor tratamiento es simplemente la aceptación.

*Escritora y guionista