La primera vez que leí Matilda, de Roald Dahl, lo hice con mis hijos y en voz alta. Recuerdo lo mucho que nos escandalizábamos con la señorita Trunchbull, la odiosa directora del colegio, y lo que nos partíamos de risa con las ocurrencias de la protagonista, una niña más inteligente que sus padres, los anodinos y aburridos señor y señora Wormwood. Más tarde he releído la novela, sola y en compañía, varias veces. La he recomendado. He admirado su inteligencia, su imperecedero sentido del humor, su crítica hacia los adultos. Dahl nos recordó, libro tras libro -y en Matilda muy especialmente-, que los mayores somos mucho más decepcionantes, malvados y aburridos que los niños.

¿Cómo sería Matilda con 30 años? ¿Una mujer inteligente, devoralibros y siempre risueña, que enseñaría a sus hijos a reírse de sus adultos, como hizo su autor? La hipótesis viene al caso, porque esta semana Matilda ha llegado a la treintena. La primera edición del libro, en tapa dura, con las inseparables ilustraciones de Quentin Blake, apareció en la londinense Editorial Jonathan Cape el 10 de septiembre de 1988. Fue un éxito inmediato, que se reimprimió a las pocas semanas y que sigue tan vivo como el primer día. En 1996 se adaptó al cine (con poca fortuna) y en el 2010 se llevó a los escenarios del West End en forma de musical (bastante mejor). Hoy Matilda es un personaje clásico, una rebelde con causa, una especie de Quijote femenino que sabe que los libros sirven tanto para enfrentarse al mundo como para huir de él.

*Escritora