L a gravedad de los resultados electorales en Andalucía exige el máximo rigor en el análisis para hacer un diagnóstico certero a partir del que aplicar el debido tratamiento. No podemos equivocarnos, porque de hacerlo, el escalofrío que recorrió la noche del domingo la columna vertebral de muchos demócratas podrá repetirse el próximo mayo cuando elijamos ayuntamientos, gobiernos autónomos y un Parlamento europeo que ya sabe lo que es tener a la extrema derecha dentro.

La principal pregunta que hoy nos hacemos es ¿quién ha votado a la extrema derecha? La primera aproximación a los datos nos dibuja, como no podía ser de otra manera, un panorama complejo. De momento, sabemos que el voto a Vox ha sido mayor en los municipios con más inmigración extracomunitaria, en aquellos enclaves en los que más se votaba a PP y Ciudadanos y más en las ciudades que en los pueblos. Estas parecen ser las únicas correlaciones claras. También asoma una relación, aunque más débil, entre rentas medias-altas y el apoyo a la extrema derecha.

Con estas evidencias podemos ya ver algunas claves. En primer lugar, que esta conducta sigue un patrón electoral muy similar al que hemos visto en Estados Unidos, Brasil u otros países europeos.

En España esta tendencia tiene sus peculiaridades. Es la primera vez en décadas que la derecha vota dividida, y contra lo que dicen los manuales, les ha ido bastante bien. De hecho, podría leerse el triunfo de Vox como una consecuencia más de la crisis del PP, que ha dejado independizarse a la extrema derecha cuyo voto, históricamente, había capitalizado. Sin embargo, el dato más relevante desde mi punto de vista -una vez que superemos el shock - es el 40 % de abstención.

Cuando los politólogos hablamos de desafección, englobamos dos acepciones diferentes: la de la apatía que hace que la ciudadanía se quede en casa, no participe ni se interese por los asuntos públicos, y la de esa otra desconfianza que se transforma en rebeldía y cuestionamiento del sistema.

En estas elecciones se han dado cita, simultáneamente, las dos vertientes de la desafección: más de un 40% de los andaluces no han sentido la necesidad de ir a las urnas y un 10% de los que lo han hecho han elegido la opción que más daño consideran que puede hacerle al sistema. Un corte de mangas en toda regla, pero esta vez por la extrema derecha. Quizá no anden muy equivocados sus líderes cuando dicen que «somos el partido de la indignación».

Si buscamos los motivos de esa apatía y las causas de esa voluntad destructora, probablemente entre los primeros encontremos desencanto y ausencia de opción alguna que les resulte creíble. Se equivocó Susana Díaz al plantear una campaña de perfil bajo -se ha repetido hasta la saciedad y es cierto--, pero Adelante Andalucía, que ha estado extraordinariamente activa y resuelta toda la campaña, se ha dejado nada menos que un cuarto de los votos. Cuando la política no resuelve el día a día de los problemas cotidianos, deja de ser útil, y por tanto, no merece el esfuerzo.

Más difícil será entender las causas profundas de los que decidieron plasmar su voluntad destructora votando a la extrema derecha, pero si el patrón es similar a otros sitios nos encontraremos con una población profundamente miedosa. Molesta con la inmigración, a la que no acaba de entender y mira como una amenaza; temblorosa ante los profundos cambios que se están produciendo de forma fulgurante en nuestra sociedad; y profundamente alarmada contra todo lo que cuestione o pueda cuestionar el statu quo más tradicional: desde el discurso feminista hasta, por supuesto, el desafío independentista.

Hacemos bien en preocuparnos por el ascenso de la extrema derecha, pero si queremos evitar que la infección se extienda, además de cordones sanitarios, habrá que poner a punto las defensas. Y eso, hoy, se llama transparencia, honestidad política, propuestas viables para los nuevos desafíos y mucha pedagogía para explicar los problemas complejos de forma sencilla, que no simple.

*Politóloga