Estoy escribiendo y alzo la cabeza para ver cómo las horas son derrotadas por la oscuridad. El otoño ya me había avisado. Llega el tiempo que la luz no puede cantar victoria, que era una amiga que se ha ido.

El invierno es muy astuto, a veces avanza a pequeños pasos, a veces de golpe, y las tiendas corren a encender las luces cuando caen cuatro gotas por si alguien quiere refugiarse... y mira los escaparates y quién sabe si... El invierno, a veces, también es muy astuto y se alarga o se acorta, nadie sabe qué decidirá: ¿tengo que coger el paraguas, o tal vez la bufanda?

No quiero ser mal pensado, pero esta incertidumbre es una astucia del tiempo que colabora con el comercio. Los paraguas se deben perder. Podemos ser de derechas o de izquierdas, pero dar libertad a los paraguas me parece un deber universal.

A mí me gusta el otoño, más que el invierno, porque con el invierno no se puede dialogar. Tiene demasiada fuerza y nunca se sabe si puede tener un arrebato agresivo contra nosotros.

Son muchos los paraguas que se nos meten entre las piernas y nos hacen tropezar, y otros desaparecen sin habernos avisado. En cambio, el otoño me puede acariciar y me lleva un sol-solet que es una delicia con la que a mí me gusta festejar.

El anochecer nos hace ver, de nuevo, que ha venido el otoño y que este piensa acompañarnos una temporada y nos hemos de preparar. Es cierto que hay otoños benignos que acarician un airecillo que quiere convencer al frío que aún no es el tiempo de las bufandas ni de los agresivos escalofríos.

Con el invierno esto no ocurre. Tiene demasiada fuerza y nunca se sabe si puede tener agresivos arrebatos.

El otoño en la ciudad a veces nos lleva un solecito y un banco para poder sentarse y mirar el color de una hermosa puesta de sol que se va a su madriguera del horizonte sin habernos hecho ningún daño.

*Escritor