Al día siguiente de cualquier cita electoral se suele escuchar la misma cantinela: «La ciudadanía ha sabido dar respuesta a las necesidades del país, actuando con mucha inteligencia». Eso es así tanto si el resultado arroja un cambio de Gobierno, como si se mantiene la estabilidad; tanto si se profundiza en el pluripartidismo, como si se recupera el bipartidismo. Comentarios como «no eran momentos para experimentos», o «se ha querido dar voz a la pluralidad existente en la sociedad» suelen usarse a conveniencia según sea uno u otro el escenario resultante de la cita electoral.

Junto a esta visión benévola, existen otras que no lo son tanto. Así sucede cuando se juzga a los votantes como tontos, ya sea porque no se entiende que puedan optar por partidos corruptos, por dilapidadores de los recursos públicos, por defensores del franquismo, etc. En otros casos se atribuye a los electores intereses espúreos, como cuando se dice que hay un voto cautivo en Andalucía, o se defiende que los pensionistas votan por temor al cambio. Finalmente, hay quien argumenta que existe una gran masa de voto inculto, normalmente en el medio rural, que mantiene su fidelidad a los partidos tradicionales, «pase lo que pase». Por lo tanto, según para quién lo analiza, los ciudadanos somos inteligentes, tontos o villanos.

Evidentemente, las cosas no son tan simples. Nosotros defendemos que existe una clara racionalidad en la acción de cada votante y que su decisión es el resultado de un complejo proceso de discernimiento individual e interactivo, en el que se tienen en cuenta intereses personales y colectivos. La teoría sociológica sobre la elección racional identifica dos elementos clave en el proceso de decisión previo a la acción (en este caso, la acción de votar): el deseo y las creencias.

Respecto a los deseos, los hay de los más diversos y todos tienen que tomarse en consideración a la hora de analizar el comportamiento electoral: los que se identifican con un partido (por tradición, por identidad grupal, etc.); los que votan para castigar a quien ostenta el poder; los que votan bajo el eje izquierda/derecha, etc. Muchos de los temas que se consideran importantes a la hora de tomar una decisión respecto al voto pueden subsumirse bajo los comentados más arriba: sucede con las medidas medioambientales, con los recortes, con los impuestos, con la igualdad de género, con la exhumación de Franco y un largo sinfín de cuestiones.

Junto a estas razones generales, existen algunas otras que se van incorporando (y desapareciendo) según la época de que se trate: hoy en día, sin lugar a dudas, «el tema» es el procés. En este sentido, hay ciudadanos que tendrán como valor fundamental la unidad de España, otros la república, otros el diálogo, otros la mano dura, etc. En consecuencia, tal y como están configurados los deseos, es muy difícil que alguien que se sitúa en uno de esos polos cambie su decisión de voto por mucho que se le prometan beneficios (incluso individuales) en otros ámbitos.

Respecto a las creencias, hay mucho que decir, ya que son la clave para entender la «transferencia» de los votos. En primer lugar, hay una previa que resulta básica y se encuentra detrás de la decisión de votar o abstenerse: la creencia en que votar sirve para algo, es decir, que con la acción de votar se puede influir en el ámbito político y, por ende, en las condiciones de existencia del individuo y de la colectividad. En este sentido, la «desafección por la política» tiene bastante que ver con el sentimiento compartido de que ganase quien ganase, las cosas seguirían igual y continuarían mandando los de siempre. La irrupción de los nuevos partidos tiene algo que ver con tratar de cubrir ese espacio de desencanto.

Pero hay otro conjunto amplio de creencias que son fundamentales. La principal es la de creerse que el partido al que se va a votar cumplirá con las expectativas (es decir, el deseo) depositadas en la acción de votar. Durante años, la principal crítica que se hacía tanto al PSOE como al PP es que no eran verdaderamente de izquierdas o de derechas. Y de hecho, los nuevos partidos pivotan su mensaje en torno a esta idea: para Podemos, el símbolo sería la «casta», en la que incluye al PSOE; para Vox, el PP es la «derechita cobarde».

En este ámbito de las creencias es donde hay que ubicar gran parte de la estrategia comunicativa de los partidos políticos, que está dirigida a un cuádruple objetivo: reforzar el propio electorado, activar el voto cercano que se sitúa en la abstención, desactivar el voto del adversario (para que pase a la abstención) y, en la medida de lo posible, convertir el voto del contrario en voto propio.

Hoy en día, de cara a la generales, para sorpresa de muchos analistas que consideraban que el tema principal de la agenda política iba a ser la cuestión catalana, el eje fundamental sobre el que está pivotando la campaña es el tradicional derecha/izquierda. En ello ha tenido mucho que ver tanto el interés de Pedro Sánchez por presentar a su Gobierno como genuinamente de izquierdas, como la emergencia de Vox, que ha conseguido recuperar el orgullo de la extrema derecha, así como despertar el temor a ella por parte del electorado de izquierdas.

Por lo tanto, todos los partidos están variando sus discursos en esta dirección: Podemos recupera la oposición arriba/abajo (evidentemente, para ubicar al PSOE arriba), el PP trata de situarse en el mismo plano ideológico que Vox; y Ciudadanos quizás sea el partido que más desubicado se queda, pues pierde relevancia electoral su pretensión de ubicarse cómodamente en el centro ideológico. H *Sociólogos