Los cuentos infantiles son salvoconductos para entender la sociedad, y también pilares que la sostienen. Pero no son de cemento, sino de barro húmedo y se moldean según los valores de cada época. Y ahí tenemos a una niña con caperuza roja que una escuela de Barcelona decidió retirar del alcance de los párvulos (no de la biblioteca de la escuela).

El desgarre de vestiduras ha sido apoteósico, y quizá la crítica tiene más de censora que la acción que reprueba. Caperucita Roja fue primero un cuento oral.

La versión popular era una tremebunda historia de sangre y canibalismo. Charles Perrault le dio una forma literaria y la convirtió en una historia parecida a la actual, menos en el final. «Deja los pastelitos y el tarrito de mantequilla encima de la cómoda y ven a acostarte conmigo», dijo el lobo a la niña. Y «Caperucita Roja se desnudó» y ¡ñam!, el lobo se la comió.

Por si había dudas sobre el sentido del cuento, el escritor añadió una coletilla moral dirigida a «las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas». En el siglo XIX, los hermanos Grimm incluyeron al leñador salvador.

¿Es aberrante que una escuela del siglo XXI, entre los miles de cuentos existentes, dé prioridad a aquellos en los que no se enseña a las niñas de 4 años el peligro de hablar con desconocidos o el sueño paralizante de la Bella Durmiente? Los hermanos Grimm no debieron de encontrar tanta oposición para sacar a Caperucita de la cama del lobo.

*Escritora