La máquina tragaperras señala con claridad las trampas conceptuales del liberalismo decrépito de nuestros días. Como en cualquier otro mercado, la relación comercial entre la máquina y el jugador es libre: la máquina ofrece un servicio -el juego- y el jugador realiza un pago. Nadie pone una pistola en la cabeza al jugador para que la utilice. Gasta su propio dinero y persigue el sueño de la prosperidad a través de los mecanismos trucados de la suerte.

La proliferación de salas de juego en barrios miserables ilustra la perversión del concepto de libertad individual que gurús -falsos profetas- como Daniel Lacalle manosean alegremente. Los propietarios son libres de abrir sus negocios allá donde crean que habrá demanda y los habitantes de los barrios miserables son libres de no regalar a la máquina el dinero producido por las laboriosas joyas de la abuela, pero esto no es lo que ocurre. Ocurre que las salas de juego empobrecen más todavía a los que, desesperados, oyen sus cantos de sirenas.

Pienso esto tras devorar Hijos de Las Vegas de Timothy O’Grady (Pepitas de Calabaza), un libro que ofrece los testimonios directos de los hijos de los habitantes de la ciudad de los casinos. O’Grady fue profesor universitario en Las Vegas cuando la decadencia del capitalismo empezó a acelerarse.

O’Grady pregunta a sus alumnos por sus vidas y ellos se limitan a responder. Son historias terribles porque nadie puede crecer en una ciudad casino sin torcerse. Es difícil eludir ciertos paralelismos con un mundo casinizado.

*Escritor