Estoy deseando que termine la campaña electoral. En mi opinión, es lo mejor que puede pasarnos a todos. Son semanas en las que la sensación de crispación aumenta hasta límites insospechados. Por ejemplo, si desconectas un rato y luego te asomas a los periódicos o a la tele, te encuentras con cargas policiales en el País Vasco que creías superadas, empujones a la entrada de un mitin en una universidad catalana, muñecos que arden mientras son fusilados o dirigentes que acusan al oponente de tener debilidad por «las manos manchadas de sangre» y candidatos que piden a gritos el cierre de una televisión privada, aunque pocas horas antes estuvieran dispuestos a presentarse en su sede para mantener un debate electoral.

Con este panorama, da la sensación de estar viviendo en un peligro de inestabilidad constante, que creo que no se corresponde con la realidad. La campaña se compone, además, del otro extremo: el frívolo. La cosa ya no va de medias tintas. Yo recuerdo haber cubierto mítines tradicionales y multitudinarios en los que los candidatos, más o menos, recurrían a cierto contenido. Era todo un poco más serio y reflexivo. Ahora, un día le piden el voto a una vaca, otro conversa con un robot para que les diga a sus amigos robots a quién tienen que votar, a la mañana siguiente se hacen fotos con perritos para garantizarse el apoyo de los animalistas, escriben chorradas en Twitter o van a los platós a tocar la guitarra y a cambiar pañales.

El problema es la falta de naturalidad. Por todo esto, cada vez me gustan más los debates electorales. Me parecen encuentros en los que, a pesar de las fotitos, los carteles, la caricatura de la realidad del otro, las medias verdades y otros momentos de cierta excentricidad, se puede atisbar qué es lo que nos jugamos y qué nos ofrecen unos y otros.

Afortunadamente, en esta campaña ha habido dos. No me hago ilusiones, porque sigue costando demasiado la organización de los mismos. Pero, al menos, hemos podido descansar de lo otro.

*Periodista