El otro día en la presentación de un libro, se me acercó una vieja amiga a la que no veía desde hacía años y dándome un gran abrazo, me dijo: «Estás igual». Era mentira, claro, una mentira gordísima. Pero mi amiga no me lo dijo para quedar bien, por buena educación o para convencerse de que ella también «estaba igual» (las personas espabiladas utilizan a sus amigos como espejos, son mucho más fiables que los de verdad), en realidad creo que quería decir que le parecía que yo no había cambiado, que es algo muy distinto: la cuestión no es si estás igual (ya te digo yo que no, con suerte estarás un poco peor), sino si eres igual.

Si has conseguido plantar cara a los desgarros, si has logrado que el miedo no se multiplique por mil, si no te has aburguesado, si mañana mismo, hoy mismo, ahora, puedes hacer la maleta y largarte a otro lado, si no te has convertido en sacerdote de ninguna religión (ya sea una de las más recientes, como el feminismo o el independentismo, o cualquiera de las clásicas), si no has firmado demasiados contratos (lo importante son los pactos de sangre), si caminas con el pie ligero como dice Bob Dylan (uno que no está igual pero que sigue igual), si sigues haciendo gracia a tus amigos (eso sí que sería una gran tragedia, dejar de hacerle gracia a tus amigos, dejar de hacer reír a tus hijos, eso sería mucho peor que envejecer, mucho peor que cualquier ruina posible), si sigues tratando a todo el mundo igual.

Un día, mi madre, que era la persona más auténticamente tolerante, permisiva y con sentido del humor del mundo, después de verme contestar mal a la chica que nos ayudaba en casa y una vez esta hubo salido de la habitación, me miró muy seria y me dijo: «Me das asco» (el amor salvaje de mi madre, tan opuesto al amor ciego, tan implacable). Era la primera vez que me lo decía, también fue la última, he intentado no volver a darle asco a nadie nunca más.

Nadie está nunca igual y cuando alguien te dice que te ve igual en realidad te está diciendo que le sigues gustando, que te sigue queriendo, que te reconoce a través de los años. Que queda algo en ti de la infancia y de la adolescencia. Que no te has visto obligado a construir demasiadas barricadas a tu alrededor. Que conservas la risa fácil, la confianza en los demás, la curiosidad. Que la fuerza, el hambre y el sueño están más o menos intactos.

Y las ganas de divertirse, la fe en los amores eternos (los únicos que existen, ¿qué es esa idea loca de dejar de querer a alguien?, a las personas se las quiere para siempre, se las acompaña hasta el final) y en las intuiciones fulgurantes y ciertas.

Quizás en vez de empeñarnos en «estar igual», deberíamos conformarnos con ser los mismos de siempre.

*Escritora