Que Aragón aumente en número de habitantes tras una caída continuada de ocho años, desde el 2010, es motivo casi de júbilo en una comunidad con poco peso demográfico en el total de España, muy envejecida y, por tanto, con una débil regeneración poblacional. Los datos hechos públicos por el Instituto Nacional de Estadística (INE) correspondientes al 1 de enero del 2019 así lo demuestran, aunque el incremento no haya logrado alcanzar los 23.600 habitantes perdidos en los últimos ocho años y el saldo vegetativo (diferencia entre nacimientos y fallecimientos) siga siendo negativo. El repunte no habría sido posible sin la inmigración, tan denostada por la renacida ultradereha española. Alrededor de 15.000 extranjeros se establecieron en Aragón el año pasado, atraídos por la recuperación económica y una creciente oferta laboral. En una comunidad en la que el 20% de sus vecinos es ya mayor de 65 años, la llegada de esta población extranjera, en su mayoría joven, es un soplo de aire fresco para su pirámide poblacional. Y también un motivo para la reflexión. De la ciudadanía que aún los mira con recelo, de los que practican una política trasnochada, de mensajes hirientes, muchas veces falsos, y para gobiernos como el de España y el de Aragón, que deben facilitar la integración real de los recién llegados y, sobre todo, no descuidar la implementación de medidas que fomenten la natalidad.