Hay días en que el mundo es un lugar maravilloso, normalmente es una birria. Hay días que de repente abres el periódico y lees: «No voy a ir a la puta Casa Blanca», y un escalofrío de placer y de curiosidad te recorre la columna vertebral. En la foto que acompaña a la noticia ves a una mujer joven muy hermosa de cuerpo atlético y mirada infinita. Tiene un rostro de joven lord inglés, recuerda vagamente a Tilda Swinton (la mujer más bella del mundo), a David Bowie y a Peter O’Toole, hay cierta ambigüedad en su gesto, mucha determinación, un aura romántica también.

Antes de leer la noticia, le doy la vuelta al ordenador y le enseño la pantalla a mi hijo Héctor, de 12 años. «¿Sabes quién es esta mujer?», le pregunto. «¡Claro! Es Megan Rapinoe, la capitana del equipo de fútbol femenino norteamericano. Es genial».

Mi hijo solo considera guais a unos cuantos cantantes de trap, a algunos futbolistas, a la santa trinidad columnística gallega (Tallón, Jabois, Cabeleira), a su padre, a su hermano, al padre de su hermano y, por encima de todo, sosteniendo la llama eterna de la sabiduría universal, a Sergi Pàmies.

Los demás no somos más que unos pobres pringados bien intencionados que no nos enteramos de gran cosa. Yo desde luego no estoy en el podio: solo soy su madre, la encargada de cumplir con diligencia todos sus deseos; no hay cura de humildad y de realismo como la de los hijos.

Me parece que cuando las mujeres son geniales, son mucho más geniales y excitantes que los hombres, tal vez porque pagan un precio más alto por la libertad y por decir lo que piensan: Merkel, Colette, Isaak Dinesen, Françoise Sagan, Jane Goodall, Virgina Woolf.

La mediocridad, la obediencia y la pequeñez, en cambio, son exactamente iguales para los dos sexos.

Hoy voy a hablarle a mi hijo de Coco Chanel, a ver si es digna de entrar en su Olimpo, yo la colocaría al lado de Leo Messi.

*Escritora