En las noticias periodísticas que han dado cuenta del proceso de investidura de Javier Lambán han destacado dos titulares sobre los demás: confianza y centralidad. Para entender la carga de profundidad que conllevan ambos términos, tenemos que empezar por diferenciar entre el Gobierno de la comunidad autónoma y los partidos políticos que están representados en las Cortes. Como en tantas otras ocasiones en Aragón, como ninguno ha alcanzado la mayoría absoluta, se vuelve una necesidad imperiosa lograr un acuerdo entre dos o más de ellos para formar el Gobierno.

En este escenario, la confianza entre los actores se vuelve en una condición necesaria, al menos si se desea que la viabilidad del Gobierno se extienda a lo largo de toda la legislatura. Pero la confianza es un bien muy preciado que responde a sus propias lógicas. Como el sociólogo Gambetta demostró en su gran texto Can We Trust Trust?, la confianza es una creencia peculiar que se basa no tanto en la evidencia de su existencia, sino en la falta de evidencia contraria, una característica que la hace vulnerable a la destrucción deliberada de cualquiera de los actores intervinientes. Introducir confianza en una relación hace que esta crezca (es decir, la confianza no se agota, sino que crece a través de su uso), pero una vez uno de los partidos la traiciona y, por lo tanto, la desconfianza se establece, esta tiene la capacidad de perpetuarse, generando una realidad enfermiza consistente consigo misma.

Un escenario de confianza durante los próximos años hará posible llegar a acuerdos e implementar políticas transformadoras en Aragón. Uno de desconfianza someterá a todas las instituciones a un estrés insoportable, que hará que está legislatura pase sin pena ni gloria, lo que en un periodo histórico tan cambiante y en un mundo globalizado, sería, en sí mismo, un auténtico despropósito.

Otro elemento definitorio del nuevo Gobierno es que está conformado por partidos con distintas ideologías, abarcando al conjunto de partidos de la izquierda y a uno perteneciente al centroderecha moderado; unos más aragonesistas, otros más estatalistas. Esta peculiaridad es la que, a mi juicio, ha justificado la utilización tan profusa del término «centralidad».

Lo primero que suscita este hecho es sorpresa, ya que por mucho que, sondeo tras sondeo, quede claro que la mayoría de la ciudadanía española se sitúa en el centro ideológico, los partidos políticos se esfuerzan por ubicarse nítidamente en uno de los polos, ante el temor de que un posicionamiento centrado les haga perder votos hacia sus competidores más cercanos ideológicamente. Eso se vio hace años con el PSOE ante la emergencia de Podemos y se está comprobando ahora con Ciudadanos y su disputa por el espacio de la derecha con el PP y Vox.

Este tipo de decisiones estratégicas no se toman a la ligera, sino que se sustentan en una evidencia que ponen de manifiesto diferentes estudios, ya que, aunque parezca contradictorio con lo dicho más arriba, el eje izquierda-derecha sigue estando vigente como potente línea explicativa del comportamiento electoral. De hecho, cuando se pregunta a la ciudadanía cómo se definiría políticamente, prácticamente nadie emplea el término centrista o de centro. La conclusión es que, en general, la gente no quiere aparecer ante los demás como extremista, pero sí ubicado claramente en uno de los polos.

Por lo tanto, si parece demostrado que el centro es un nolugar, un espacio del que huyen la gran mayoría de partidos, por qué el afán del reelegido presidente del Gobierno es presentarse como valedor de la centralidad. Quizás podamos entenderlo si, de nuevo, diferenciamos entre los partidos, cada uno con su ideología, y el gobierno, formado por diferentes partidos, pero con la responsabilidad de llevar a cabo una acción ejecutiva lo que conlleva la toma de decisiones en el día a día.

La centralidad que requiere este nuevo escenario no hace referencia a la dimensión ideológica, sino a otras sumamente importantes. La primera idea a la que nos remite el término centralidad es la muchas veces repetida frase de que el gobierno debe ser un gobierno de todos y todas y no representar exclusivamente a algunos de los grupos que componen la sociedad aragonesa. Si la ciudadanía ha querido que para que haya un gobierno sean necesarias distintas sensibilidades, todas ellas habrán de estar presentes en la acción de gobierno. Algo, por no ser ingenuos, realmente difícil, ya que en algunos casos nos encontramos ante intereses contrapuestos.

La centralidad también hace referencia a una dimensión psicológica esencial: es cierto, como se ha dicho, que el eje izquierda-derecha sigue siendo esencial, pero no lo es menos que la ciudadanía sigue declarándose a favor del diálogo entre los partidos y en contra de la bronca institucional. Por ello, la centralidad supone la existencia de un Gobierno que se sitúe de forma dialogante y no conflictiva respecto de todas las posiciones (éticamente defendibles) presentes en nuestro parlamento y en la sociedad civil y que a veces se articulan de forma antagónica. Un lugar de encuentro y de consenso, basado en la transparencia y en la confianza, entre posturas que rivalizan legítimamente por hacerse hegemónicas.

Todas estas reflexiones nos abocan a una conclusión. El Gobierno que necesitamos requiere de unas cualidades ciertamente ejemplares y, desgraciadamente, no muy presentes en la vida política actual: respeto, escucha, diálogo, acuerdo, honestidad, empatía, capacidad, y un largo etcétera. Estas cualidades deben ponerse en práctica entre partidos de diferente ideología y, lo que me parece más difícil, entre los propios partidos de la izquierda. HSFlb*Sociólogo