¿Qué es ser de izquierdas? Esta pregunta recurrente, con su indisociable carácter solipsista, vuelve a estar de moda. De hecho, el debate sobre la hegemonía de las políticas de identidad en la agenda de los partidos y la influencia de las guerras culturales en el discurso público discurre, en gran medida, por caminos paralelos a esta cuestión existencial. Aunque no se trata de un asunto exclusivo de la izquierda, la crisis financiera de 2008 reabrió el debate ideológico sobre qué modelo de sociedad queremos, ante la evidencia de que la fórmula que unía democracia liberal, economía de mercado y derechos sociales ha quedado en entredicho. A partir de ese momento, las propuestas de la mayoría de autores y líderes trazan dos maneras -complementarias o no- de ser de izquierdas: 1) el retorno a las políticas de clase que quedaron en suspenso tras la caída del muro de Berlín, con la igualdad y el reparto de la riqueza en el centro de la acción política y 2) la consolidación del giro emprendido antes de la crisis en favor de políticas dirigidas a colectivos desfavorecidos no sólo por razones económicas, sino también de raza, sexo, creencias, etc.

Pese al predicamento inicial de que gozó la hipótesis neocomunista entre las nuevas formaciones populistas (Podemos o Syriza), la constatación de que no es posible plantear una alternativa a la ortodoxia económica de la Unión Europea desde los estados miembros de forma unilateral ha convencido a la mayoría de los dirigentes políticos de izquierdas de que la única oferta que puede defenderse con ciertas garantías es la segunda. En este sentido, el PSOE se ha convertido en un buque insignia para el resto de formaciones europeas, tanto por el bagaje adquirido con avances legislativos como la regulación del matrimonio homosexual o la ley contra la violencia de género, como por su condición de partido de gobierno, una rara avis en el entorno continental. Sin embargo, esta apuesta no está exenta de contradicciones. Buen ejemplo de ello son las continuas rectificaciones que el Ejecutivo socialista ha tenido que asumir en temas como la política migratoria, con aristas delicadas como la de los menas; las reivindicaciones feministas, en liza con el poder judicial; el cierre de centrales térmicas en la España vaciada, de importantes consecuencias para lugares como Andorra, o la imposibilidad de cumplir promesas como la exhumación de Franco del Valle de los Caídos, todavía pendiente.

En realidad, la externalización de buena parte de su discurso político aboca al PSOE a debatirse entre su querencia por complacer a los movimientos sociales que impulsan sus políticas identitarias cuando está en la oposición y las obligaciones que le impone el ejercicio del poder en términos de coherencia, realismo y defensa del interés general cuando está en el gobierno. Fiel reflejo de estas contradicciones son las recientes declaraciones del ministro de Fomento, José Luis Ábalos, en las que reprochaba al fundador de la ONG Open Arms, Óscar Camps, el papel de «abanderados de la humanidad» que ejercen sus activistas mientras reservan al Ejecutivo el deslucido engorro de «tomar decisiones». No por casualidad, Pedro Sánchez había preferido hasta ayer mantenerse en un discreto segundo plano, declinando de facto encabezar cualquier iniciativa para resolver la situación en el Mediterráneo al tiempo que se entrevistaba con colectivos ecologistas, feministas y sindicatos, revelando el tiempo preelectoral en el que se halla instalado desde su investidura fallida.

Empujados por la irrupción de los nuevos populismos, los partidos de izquierda van a tener que encarar este reto ideológico tarde o temprano, reanudando así una larga tradición de discusiones, escisiones y propuestas de síntesis que, junto a proyectos fallidos y aberraciones, ha contribuido a mejorar sociedades diferentes, haciéndolas más justas y más humanas. No en vano, de los primeros proyectos del socialismo utópico francés a la reivindicación de liberalismo político realizada por dirigentes como Prieto durante la II República, una idea deudora de la Ilustración -la del progreso- ha presidido siempre la acción de los socialdemócratas. Y en virtud de la misma, la razón y la solidaridad entre los ciudadanos, poniendo lo que los une delante de lo que los separa, son la base de cualquier proyecto transformador.

*Periodista