Héroe, iluminado o villano. Son muchos los calificativos que ha recogido Òscar Camps durante los angustiosos días que pasó el Open Arms frente al puerto de Lampedusa. Al fin, los 80 migrantes pudieron desembarcar. Y así se ponía fin a un pulso entre el director de la oenegé y Matteo Salvini, el más exuberante político de la ultraderecha europea. Uno y otro exageraron los gestos. Camps pretende poner a Europa frente a sus crueles contradicciones, y Salvini, auparse aún más en la ola xenófoba. A pesar del abismo ético entre los postulados de uno y otro, la solución de la crisis migratoria no está en manos de ninguno de los dos. Si es que la hay. Podemos dictar leyes, blindar las fronteras, trazar acuerdos indignos con países dirigidos por mafias, pero nada podrá hacer la seductora Europa ante el irreprimible instinto de supervivencia. Son millones, y se mueren. De tan complejo, el problema es sencillo. O apoyamos a los países de origen y estamos dispuestos a reducir nuestros beneficios o colocamos el felpudo de Bienvenidos y trabajamos por una acogida ordenada y digna. Todo lo demás es seguir envileciéndonos. Y saldremos perdiendo. Especialmente los que son más débiles, esos que ahora la ultraderecha utiliza y que, después, serán sus víctimas. Ya sabemos, las feministas son feminazis. Los parados, vagos. Y los pobres, escoria. Con la ultraderecha, la democracia se estrangula hasta la gangrena. Y allí estaremos todos, mirándonos y viendo al enemigo en el rostro de los otros. De hecho, ya no necesitamos recurrir a los libros de historia para descubrir cómo es posible. H *Escritora