A las puertas del cambio de siglo, la irrupción de Internet despertó una oleada de optimismo sin precedentes en el mundo de la comunicación. Gracias a la técnica, cualquiera podría acceder de manera instantánea a información procedente de los cinco continentes, de manera gratuita y sin limitaciones de contenidos (texto, fotografías, gráficos, etc.). En menos de un lustro, los tiempos en que los viejos teletipos se confeccionaban siguiendo el principio de la pirámide invertida -lo importante se colocaba al inicio para preservarlo de posibles cortes de comunicación- pasaron a formar parte de la prehistoria junto a las linotipias o el fax. Hoy en día, cualquier persona con un teléfono móvil puede transmitir en directo lo que está sucediendo en cualquier lugar del mundo, desde la última cucamona de su mascota a la materialización de una matanza múltiple que llevará a su protagonista a las portadas de los periódicos.

En paralelo al nacimiento de la aldea global, los incondicionales de las nuevas tecnologías pronosticaron la puesta en marcha de grandes mejoras en los sistemas de gobernanza de los países. Las posibilidades ilimitadas que la Red ofrecía en términos de participación y acceso a la información permitirían el surgimiento, por fin, de una democracia deliberativa al alcance de todos los ciudadanos. Dotados de potentes herramientas para acceder al conocimiento -del correo electrónico a la recién creada Wikipedia- estos estarían en unas condiciones idóneas para elegir a sus gobernantes, primero, y para fiscalizarlos después. Transcurridos veinte años de estos augurios, nos encontramos en cambio sumidos en medio de una profunda crisis de representación y paralizados por la pérdida casi total de confianza del público hacia los medios de comunicación. La proliferación de fake news y la polarización, junto al triunfo de nuevos líderes contrarios a los valores de multiculturalismo y tolerancia que dominaron en el cambio de siglo parecen haber trocado aquel sueño original en una suerte de pesadilla. Entre la incredulidad y la sorpresa, muchos nos preguntamos todavía cómo ha sucedido todo esto.

Arrumbadas las certidumbres, parece difícil ofrecer una respuesta sencilla. Seguramente, al principio las innovaciones despertaron un optimismo desmesurado que después la realidad se ha encarado de ir corrigiendo; por otra parte, puede que la propia rapidez de los cambios haya sido la que haya dejado obsoletas algunas instituciones que hoy pugnan por recuperar el prestigio y la utilidad perdidas. Entre estas últimas destacan, sin duda, la política y el periodismo -que configuran lo que los romanos llamaban la cosa pública-pendientes de la creación de un punto de encuentro que dote de sentido a una aldea global que ha acabado convertida en Torre de Babel. A este respecto, las redes sociales han demostrado ser algo muy distinto de esa ágora ciudadana en la que todos contribuyen. Al contrario, investigaciones realizadas sobre las últimas elecciones presidenciales en los EEUU demuestran que las campañas de Trump, y también de Obama, utilizaron información confidencial para elaborar publicidad ad hoc en función del perfil de los usuarios de Facebook. Y basta con darse una vuelta por Twitter para descubrir que, pese a la ampliación de 140 a 180 caracteres, el matiz y la argumentación no son el elemento predominante de unos timelines plagados de proclamas, adhesiones y descalificaciones.

Pese a todo, en medio de la confusión, algunos medios y algunas instituciones siguen intentando salir flote echando mano de sus viejos valores. Así, cabeceras como el New York Times o The Economist baten hoy récord de subscriptores, sin ofrecer otra cosa a cambio que rigor en las informaciones, ponderación en los análisis e independencia en sus líneas editoriales (mucho más de lo que puede ofrecer un nuevo periodismo digital disfrazado de activismo). Del mismo modo, la pérdida de popularidad de la Unión Europea en países como Polonia, Hungría o Italia contrasta con la certeza cada día más extendida entre la mayoría de gobernantes comunitarios de que el proceso de integración no tiene camino de regreso. Y si no, que se lo pregunten a los británicos que dejan estos días sus lugares de vacaciones para volver al laberinto del brexit.

*Periodista