Tiene guasa que la familia Franco pretenda recurrir al Tribunal de Derechos Humanos la exhumación de los restos del dictador. Apelar a los derechos humanos en nombre de quien los pisoteó encarnizadamente, encarcelando y fusilando a los perdedores, y castigando a sus familias con represión, mentiras y difamaciones, es una burla. La misma burla que significa tener a Franco en el monumento a los caídos en la Guerra Civil. ¿Acaso cayó en la guerra? El abogado de la familia arguye que esta tiene los mismos derechos que los demás. Cierto, pero este argumento tendría validez si los derechos de los «demás» se hubieran materializado, si todos los fusilados y desaparecidos durante el mal llamado «terror blanco» tuvieran ya sepulturas dignas y figuraran con nombres y apellidos en los cementerios y en el registro civil. Porque fueron enterrados como perros, porque se les aplicó el castigo pos morten que consistía en romper todos los vínculos con quienes les querían. Que no es tiempo de abrir heridas, dicen. Como si se hubieran cerrado alguna vez. Que Franco le importa un bledo, dice un popular escritor. A él sí, y me parece genial, pero no a los nietos de las víctimas que son el eslabón que enlaza la historia. Porque los hijos crecieron con dolor y, sobre todo, con vergüenza. Les hicieron creer que sus padres los habían abandonado por maldad, y dentro de las casas, porque las paredes oyen, se impuso un silencio aterrador. Y como las madres ni siquiera figuraban como viudas, a los hijos, que ya en la adolescencia eran el sostén de la familia, hasta se les negó el derecho a librarse de la mili condenándolos a más pobreza. Son los nietos los que han roto el manto de silencio y vergüenza que asfixiaba a sus padres. Los nietos, que en la escuela han estudiado a un Franco irreal, marcan el tiempo. Y el tiempo es ya.

*Periodista