Tuve la suerte, en la reciente visita de Mario Vargas Llosa a Zaragoza, de conversar unos minutos con él, antes de la magnífica charla que Yolanda Polo y José Carlos Mainer organizaron en el Paraninfo con el Nobel de Literatura y con Juan Cruz.

«Tengo muchos padres, a usted, entre ellos --le dije en broma a don Mario-- porque soy uno de los hijos del boom».

Lo fui, en efecto, en aquella España desnaturalizada por un realismo literario apegado al franquismo que hoy, a falta de mejor herencia, se reivindica con más nostalgia que argumentos críticos. Los jóvenes estudiantes de mediados de los setenta leíamos a Cortázar, a Gabo, a Carpentier, Donoso, Sábato o al propio Vargas Llosa con fruición porque traían un cargamento nuevo de palabras, ideas revolucionarias e imaginativos recursos gramaticales para expresar los misterios de la naturaleza humana. «En cambio, tuve que dejar de leer a Borges --le confesé a don Mario--, porque me influía demasiado, me colonizaba». «Creó sin quererlo muchos borgesitos», rió el Nobel.

«¿Y Juan Carlos Onetti?», le pregunté. Al oír ese nombre, Vargas Llosa se conmovió, como me sigo conmoviendo yo al leer Bienvenido Bob o El posible Baldi, dos de los mejores cuentos onettianos. Vargas Llosa dedicó un extraordinario ensayo a La vida breve, una de las novelas más herméticas de Onetti, tratando de penetrar en aquella maraña de voces y trampas con que el autor uruguayo, padre del boom, hijo de Faulkner, borraba las pistas de sus estructuras narrativas dejándonos colgados entre la exaltación y el absurdo.

El Nobel, hijo de Flaubert, alcanza su primera mayoría de edad con otra novela, Tiempos recios, recién publicada, y con la curiosidad y la capacidad creativas tan indesmayables como pletóricas.

Comprometido políticamente, denuncia una y otra vez, en sus artículos y charlas, las dictaduras de uno y otro signo, tratando de encontrar salida a ese laberinto que es Sudamérica, su enloquecida historia, sus revoluciones, sus alzamientos, sus penurias, pero glosando también el milagro de su diversidad y, sobre todo, la maravilla de una lengua que compartimos y que tanto se ha enriquecido al otro lado del Atlántico.

Un clásico.