La dama de hierro debe de estar carcajeándose desde las brumas del más allá. Maggie Thatcher dejó tras de sí un paisaje de fábricas desmanteladas tras arremeter contra mineros, trabajadores de artes gráficas y astilleros. Dinamitó todo cuanto olía a público. Sin embargo, lo primero que ha hecho Boris Johnson tras su espectacular victoria en los comicios, la más holgada del Partido Conservador desde 1987, ha sido prometer que convertirá el Servicio Nacional de Salud (NHS) en una de sus prioridades, con la construcción de 40 hospitales. ¿Cómo?, ¿un tory hablando de hacerle el boca a boca a la sanidad? ¿Se han vuelto locos? No. El taimado primer ministro ha sabido poner el ojo allí donde el laborismo se ha dormido en los laureles. El llamado muro rojo, una franja que se extiende desde el norte de Gales, atraviesa las Midlands (Tierras Medias) y alcanza el noreste, donde algunas circunscripciones habían sido fieles al Partido Laborista desde hace al menos un siglo, se ha venido abajo como una torre de palillos. La clase trabajadora ha preferido a un miembro de la élite metropolitana salido del clasista colegio de Eton. ¿Cómo se explica? Por la basura mediática, sí, pero sobre todo por la falta de carisma de Jeremy Corbyn, su ambigüedad frente al brexit y su incapacidad para conectar con nadie fuera del Gran Londres. Lo que a la gente le importa es la falta de vivienda, la pobreza infantil, la mejora de las infraestructuras, la sanidad. Por eso Boris Johnson se desplazó de inmediato al castigado noreste de Inglaterra -territorio comanche para los tories- con la promesa de devolver a los electores la confianza que en él han depositado. Es listo; sabe que sus votos son prestados. El laborismo, en cambio, no remontará hasta que no comprenda el porqué de este histórico batacazo. H *Periodista