La verdad es que no hay ningún manual de instrucciones que valga para las situaciones importantes de la vida: ni para el amor, ni para la muerte, ni para la amistad. Tampoco lo hay para los asuntos menores: ni para dejar de fumar, ni para andar con tacones, ni para las reuniones de padres del colegio, ni para las Navidades.

Ni siquiera los libros de cocina funcionan, yo tengo una colección fantástica de libros de cocina para principiantes (así como de cocina rápida, de cocina cuando no tienes ningún ingrediente en casa y de cocina para padres separados con hijos adolescentes) y soy incapaz de hacer un huevo frito sin montar una batalla campal. Eso sí, de vez en cuando, sobre todo cuando estoy muy hambrienta, los ojeo poniendo post-its en las recetas más suculentas que algún día prepararé por sorpresa dejando a mi familia maravillada.

Tiremos todos los libros de autoayuda a la basura y guiémonos solo por las obras de Shakespeare y de Sempé. De todos modos, tengo la sensación de que aquí no hemos sido nunca mucho de este tipo de libros, éramos más de irnos a tomar un café o una copa con un amigo y de pedirle consejo. También eso se ha acabado.

Para mí, una de las cosas más sorprendentes de este principio de siglo es que ya nadie pide consejo. No es que no sigamos los consejos ajenos, eso nunca lo hemos hecho, los consejos te entran por una oreja y te salen por la otra, y ya no digamos si son consejos amorosos. La de horas valiosísimas que mis amigas y yo hemos malgastado hablando de hombres para hacer justo lo opuesto a lo que habíamos acordado en cuanto la amiga se ha dado la vuelta.

En la actualidad ya no pedimos consejo. No sé por qué, por desconfianza tal vez, por prepotencia, por pereza, por tozudez. Antes pedíamos consejo y después hacíamos lo que nos daba la gana, ahora, ni eso. Tal vez sea porque las redes y la exposición constante nos obligan a ser siempre los más listos y los más ocurrentes, los más rápidos. Es posible que no haya habido ninguna época tan individualista y a la vez mediocre como la nuestra, solo hay que mirar a los políticos de nuestro país para darse cuenta. A mí no me gusta que me den consejos, pero me gusta pedirlos y lo hago de vez en cuando, menos de lo que debería seguramente.

Así que bueno, como nadie me lo ha pedido y nadie me va a hacer caso, he pensado en darles un consejo navideño, solo uno: no se queden solos. El día de Navidad, acepten la invitación del vecino, de la anciana tía a la que no ven nunca o de quien sea. ¡Hala, ya pueden cancelar todos sus planes! H *Escritora