Es inevitable. Empezar a hacer una especie de recuento, de heridas, de sanaduras, un recuento de errores y al otro lado de la balanza, aciertos. Cada año intento evitarlo, porque no vale para nada, si total, me digo, el año que viene volveré a fracasar y a vencer otras tantas veces, en tantas otras circunstancias, y todo habrá valido la pena, o no la habrá valido en absoluto. Pero no puedo evitarlo.Tengo agendadas algunas comidas y encuentros, con Carla y Elisenda, por ejemplo. Y pretendo, el año que viene, encontrar un buen bar con terraza, sol y periódicos en las mesas para los domingos. He leído menos de lo que debería, como siempre, pero me han acompañado Anna Pacheco y Leila Guerriero estas últimas semanas, y he visto la última de Woody Allen dos veces en el cine, y la de Tarantino, una... y este 2019, sus majestades, me he portado mejor que el Joker, que no es difícil. Acabo el año sin internet en casa, creyendo firmemente que debería tomar más fotos con la cámara y menos con el teléfono. No me he comprado ninguna agenda.

Este año he descubierto a Nathy Peluso, que ha levantado muchos días que tenían tendencias suicidas, y he ido a dos conciertos de Rosalía. Esta es la clásica columna de quien se despide de un año raro, raro de narices, y lo hace con una sonrisa en los labios y el café frío sobre la mesa. Corro en la cinta algunos días, y he vuelto a nadar. Me pongo ropa que no me ponía. Me compro libros, ceno fuera, vuelvo andando a casa. Reescribo una novela. Trabajo, duermo. Tengo ambiciones, sueños, proyectos... y una lavadora que tender. Ya está, se acaba aquí. Y no miento: en estas líneas no está toda la verdad, pero no hay sentimientos falsos. Es lo que recomienda Rodoreda, que sigue conmigo año tras año, año tras año.

*Escritora