Barcos en cuarentena amarrados en el limbo de un puerto lejano, avenidas solitarias en la ciudad apocalíptica de Wuhan, estatuas de bronce a las que alguien ha colocado mascarillas protectoras… Ya solo faltaba el pangolín, bicho feo donde los haya, un mamífero con escamas que parece un tropiezo residual de la evolución, para completar el decorado de la histeria colectiva.

El pangolín, cuya carne se considera en China un manjar exquisito, y el murciélago, que déjalo ir también. Dos animales que podrían estar en el origen de la epidemia de coronavirus, que ya ha matado a 1.700 personas e infectado a más de 65.000 en el gigante asiático. De momento, se trata solo de una hipótesis científica, pero ahí está la posibilidad flotando en el éter, el misterio, las conjeturas, las líneas rojas, los terrores atávicos.

La muerte de Li Wenliang, el oftalmólogo que alertó sobre el coronavirus y fue obligado por las autoridades a retractarse, ha originado un alud de clamores por la libertad de expresión y en contra del oscurantismo del sistema, una ola inaudita en China desde las protestas de Tiananmen, en 1989. «Creo que una sociedad sana debería tener más de una voz», había declarado el médico antes de caer enfermo, y luego, tras su fallecimiento, millones de ciudadanos se han volcado en su apoyo en el Facebook y el Twitter chinos. Lo más interesante del fenómeno es cómo la enfermedad y el pánico al contagio socavan los cimientos políticos de una sociedad o al menos los zarandean. No es la primera vez que ocurre algo parecido desde que el mundo es mundo. Ya sucedió en el siglo XIV con la peste bubónica, que diezmó un tercio de la población europea. Para los historiadores, la muerte negra, que transmitían las pulgas de los roedores, desempeñó un papel fundamental para crear las condiciones demográficas, económicas y sociales que permitieron cuestionar y desposeer después a la oligarquía dominante. Eso por no hablar de las víctimas propiciatorias que se cobró la pandemia por el camino, entre ellas los judíos, acusados de envenenar los pozos. En los años 90 fue el sida el que estigmatizó a homosexuales y drogadictos.

El cáncer sustituyó a la tuberculosis, y en ambos casos se utilizaron eufemismos para evitar mirarlas directamente a los ojos: «un mal de ojo», «una larga y penosa enfermedad», en el primero; tisis, consunción, el mal blanco, en la dolencia por antonomasia del siglo XIX.

Como señaló Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, «basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa». Hasta hace bien poco, alguna gente evitaba a los enfermos de cáncer, como si se tratase de una dolencia infecciosa. Mucho progreso, mucha tecnología, pero los siglos se solapan para que las enfermedades permanezcan convertidas en símbolos culturales. Pobres mortales, no hemos aprendido a gestionar la incertidumbre. Sanguijuelas, mirra, polvo de esmeralda. Como cuando la peste.

*Escritora y periodista