La vida y la muerte nos pertenecen, una y otra son algo personal, intransferible e indelegable. La vida, como fenómeno natural, está compuesta por ciclos y etapas, por vivencias, por actos. El último de ellos es la muerte, como consecuencia final de haber vivido. Este acto final, ineludible para todas las personas, debe darse en las mejores condiciones posibles y con libertad de decisión en caso de una inevitable, obligada y cruel agonía. También en el supuesto de que lo que llamamos vida sea solo un «no haber muerto» pero no signifique estar en condiciones de vivir. Vivir es comunicar, relacionarnos, soñar, amar, ser, en definitiva, en unas condiciones que valgan la pena a la persona titular de esa vida.

Estar vivo o viva es, además, querer vivir. Precisamente por ese doble derecho, inalienable, cuando el de la vida está gravemente afectado por unas condiciones de salud extremas e irreversibles, cuando la existencia depende de medios extraordinarios, o de estar conectado a máquinas de supervivencia, o sometido a estados vegetativos, debemos ser honestos y resolver un dilema. En estos casos, ¿estamos luchando por la vida o estamos prolongando innecesariamente la agonía?

Es entonces cuando, en función de la libertad, la persona afectada debe tener derecho a elegir una muerte digna. Este derecho es inseparable del derecho a una información veraz y rigurosa que, ante una situación irreversible o terminal, permita decidir con el necesario conocimiento de causa si decidimos morir, si renunciamos libre y voluntariamente a una no deseada prolongación de nuestra existencia. Y aquí viene el derecho a morir con la misma dignidad con la que se ha vivido, derecho que significa decidir el momento de nuestra propia muerte con la misma autonomía que hemos tenido en nuestra vida.

El concepto de morir dignamente, así como el de ayudar a fallecer dignamente, debe ser entendido como la consideración a la persona en la elección de cuándo expirar. Es así. Aunque sea doloroso para los seres queridos que acompañan estos procesos, aceptar la voluntad de la persona que agoniza sin retorno supone un acto de generosidad y respeto máximos, pese a que en ocasiones, el afecto se torne egoísta y haya reparos a dejar ir a esa persona.

La vida es un fenómeno natural, no es un misterio trascendente ni es un regalo divino, como hacen creer algunas confesiones. Las personas somos las únicas dueñas de nuestra vida y por eso deberíamos ser también las únicas dueñas de nuestra muerte. La ley nacional, si sale adelante, si no la boicotean con triquiñuelas jurídicas, obligará a respetar la dignidad de las personas moribundas, protegerá la voluntad de morir voluntariamente y con la debida atención de aquellas personas que, como pacientes, no quieran estar vivos sin poder vivir. Morir dignamente es más que morir libre de dolor, es más que disponer de los analgésicos y tranquilizantes necesarios, poder morir dignamente es el último derecho que debemos y que podemos ejercer.Pero esto no lo entienden miserables y canallas que definen esta ley como una forma de ahorrar gastos, como una máquina de matar.

El debate vivido en el Congreso, a propósito de la ley de la eutanasia, dejó al descubierto cómo, y de qué manera, sin vergüenza alguna, utilizan su escaño como arma arrojadiza en lugar de como herramienta para aliviar el sufrimiento de sus congéneres. Está claro que quienes no luchan por la vida digna de sus compatriotas, tampoco van a trabajar por una muerte digna. Se debatía sobre derechos fundamentales de la ciudadanía. En concreto, sobre los dos más inviolables en una democracia: se hablaba de de la vida y de la libertad. En Aragón ya lo debatimos y aprobamos por un amplio consenso hace casi una década, exceptuando al PP, por supuesto. Poco se ha avanzado, por desgracia. Por eso es tan importante que se impulse una ley estatal. Para que la muerte, un trago que vamos a pasar todos, no sea una prórroga tortuosa cuando ya no hay vuelta atrás.

La derecha, como siempre, con ese estilo vil, ruin y despreciable de quienes carecen de empatía, confunde el derecho a la vida con la obligación de vivir porque además de canallas y miserables son un atajo de mentirosos y mentirosas. La ley de la eutanasia no obliga a nadie a suicidarse, pero sí permite hacerlo a quienes deciden que no quieren vivir porque, señores y señoras de la derecha, no se suicida quien quiere morir, se suicida quien ya no quiere vivir.

*Excoordinador de IU en Aragón