¿Qué fue de aquellas triviales prisas con las que errábamos por la vida sin saborear las pequeñas alegrías cotidianas? Covid-19 no solo ha cambiado nuestros hábitos; también son ya diferentes nuestros valores, lo que de verdad apreciamos. El reloj se ha detenido, confinados en pequeños rincones con solo una ventana para contemplar un trocito de cielo sobre el asfalto paralizado. Una ventana por donde conversar con ese vecino a quien antes apenas dedicábamos una sonrisa al coincidir en el ascensor y del que ahora somos cómplices. Una ocasión para conocer mejor a quien hemos descubierto como virtuoso del saxo o para saber de aquel opositor monacal, con las pestañas pegadas al extenso temario que ha de aprender al pie de la letra, que ve transcurrir las horas muertas con la ilusión de una valiosa recompensa: un medio estable de vida cuando esta pesadilla finalice. Porque acabará, que nadie lo dude, y entonces todo su esfuerzo y abnegación habrán valido la pena.

Muchos están advirtiendo las ventajas del obligado trabajo desde casa por medios telemáticos: para los trabajadores, comodidad y una gran oportunidad de conciliación familiar; para los empresarios, un organización más flexible y eficaz; para todos, un poco menos de contaminación, tráfico, ruido y aglomeración ciudadana.

Hemos constatado la diferencia entre la reclusión voluntaria y la forzosa; el cautiverio se hace muy difícil de soportar mientras asistimos a la exhibición de conductas irresponsables que duelen tanto más en cuanto que hacen vano el sacrificio común del resto. Pero son mucho más intensas las muestras de entrega y solidaridad, de respeto y apoyo, de defensa y aliento. Cuando aplausos y elogios dominan a censura y abucheos, la esperanza se hace patente.

Ya nada será lo mismo. Podemos lograr que cambie para bien.