El escándalo de muertes y contagios en las residencias de mayores está llevando al primer plano del debate social y político la cuestión de la privatización de servicios básicos. Durante las últimas décadas hemos vivido una campaña sistemática de mitificación del mercado y de la privatización de servicios, como forma de hacerlos pretendidamente más eficientes y baratos bajo el acicate de la competencia, al tiempo que se denostaba la gestión pública como torpe, ineficiente y cara.

Las políticas de privatización se han impuesto en todos los frentes. En el sistema público de salud, no sólo se han promovido hospitales privados a los que luego se financia con dinero público mediante generosos conciertos, mientras se recortan presupuestos para la sanidad pública, sino que el PP, donde pudo, desarrolló ese perverso modelo público-privado, en el que la inversión es pública y la gestión pasa a ser un negocio privado. En el frente de los seguros, nunca entendí el pretendido «interés general» que justifica incentivos fiscales a quienes contratan un seguro privado, mientras se vacían las arcas de la seguridad social. En la enseñanza asombra la facilidad con la que se justifica la masiva financiación pública de la enseñanza privada, mientras se recortan presupuestos y medios para la pública, sin más argumento que el de la pretendida «libertad de enseñanza», como si en las escuelas e institutos públicos la enseñanza para todos y todas, sin elitismos ni ánimo de lucro, no fuera libre y liberadora. En cuanto a los servicios de agua y saneamiento, el estrangulamiento financiero de los ayuntamientos ha sido la clave del chantaje que sustenta su privatización, con el famoso canon concesional que alivia penurias inmediatas, al tiempo que hipoteca a los municipios y encarece las tarifas por largos periodos de hasta 40 años. En este campo, como en otros, el pretendido partenariado público/privado no ha sido sino una sofisticada estrategia privatizadora, no por ingeniosa menos perversa. Procesos de privatización a través de empresas público-privadas, en las que los grandes operadores suelen ofrecer incluso quedarse en minoría accionarial, asegurándose, eso si, el control de la gerencia y de la gestión, por contrato, bajo el argumento del famoso Know How, es decir la capacidad tecnológica y de gestión que se supone sólo pueden garantizar ellos.

En todos estos servicios básicos, la polarización del debate entre gestión pública o privada, suele desenfocar lo esencial, al tiempo que deja espacio para esas perversas estrategias de gestión público-privada que promueven los privatizadores más inteligentes. En una sociedad en la que nadie cuestiona los saludables incentivos que puede generar la competencia en el mercado, deberíamos debatir y clarificar en qué campos esa lógica de mercado es la adecuada y en cuales resulta inaceptable, en la medida en que no todo debe comprarse y venderse. De hecho, las cosas más importantes de la vida ni se compran ni se venden, como el cariño verdadero, tal y como dice la copla. Obviamente no sería razonable privatizar y mercantilizar la justicia, o gestionar los derechos humanos a través del mercado. Pues bien, cuando privatizamos el agua, la salud o los cuidados de nuestros mayores, transformamos a los ciudadanos y ciudadanas en simples clientes, de forma que se cortará el agua a quienes no puedan pagar o sólo se «derivarán» desde las residencias a los hospitales, para salvar sus vidas, a quienes tengan un seguro privado.

Es necesario aclarar hasta donde deben llegar los derechos humanos y ciudadanos que, por su naturaleza, deben ser de acceso universal, para ricos y pobres, teniendo bien presentes las lecciones que el virus nos está dejando con esta pandemia.

Por otro lado, es hora de desenmascarar los oscuros negocios que se esconden tras las famosas estrategias público-privadas. Aquí también el virus nos ha dejado lecciones en las residencias de mayores. Aunque aún no están claros los datos a la hora de repartir muertes y contagios entre residencias públicas y privadas, será necesario precisar lo que ha ocurrido en las muchas residencias que, siendo públicas, son gestionadas por empresas privadas. Empresas que reciben la concesión en procesos de adjudicación con costes a la baja, que luego esas empresas se encargan de hacer rentables con reducciones de personal, hacinamiento, deficiente alimentación y atención a los «clientes», bajos salarios y jornadas abusivas para los trabajadores.

En estos servicios esenciales, vinculados a derechos humanos y ciudadanos, la lógica no puede ser la de la rentabilidad del servicio como negocio, sino la del interés general sin ánimo de lucro. Pero para garantizar que la gestión pública de estos servicios sea eficiente, de calidad y económica es preciso promover nuevos modelos de gestión pública basados en principios de transparencia y participación ciudadana.

*Profesor Emérito de la Universidad de Zaragoza