En el 2001, cuando yo tenía veinte años, los talibanes destruían estatuas de Buda. El elemento primitivo de los recientes ataques a estatuas es, por decirlo al estilo de los padres fundadores, self-evident. Ahora vemos una reedición del impulso iconoclasta en nombre del progreso moral. Un pequeño conocimiento histórico y algo de sentido común permiten detectar rápidamente el componente fanático de quienes quieren destruir a los falsos ídolos. Decir que la destrucción y las pintadas de estatuas abren un debate sobre la historia es como decir que un escrache es rendición de cuentas. Lo que los vándalos imposibilitan es precisamente el debate.

A todos nos parece que hay esculturas de personajes que no deben estar en el espacio público. En algunos casos casi todos coincidiríamos. En otros habría desacuerdos. Unos pedirían la retirada de algunas piezas; otros una placa o alguna forma de señalar aspectos más criticables. Hay muchos casos distintos y parece poco sensato aplicar el mismo juicio a todos. Quien haya prestado un poco de atención conoce la irracionalidad de esas soluciones supuestamente racionales. Existen mecanismos para tratar esos temas de maneras que conjuguen la justicia y la historia, para escuchar las opiniones de todos y no solo de los que más gritan.

Gregorio Luri ha señalado que el bárbaro es quien solo tiene contemporáneos. Es algo que se ve en estos movimientos. No se trata ya de observar un contraste con las ideas del pasado. Se trata someterlas a la visión actual, borrar lo que no nos conviene. Por una parte, hay una obsesión con el pasado; por otra, una idea estática y presentista. Se cree que la reescritura del pasado soluciona los problemas actuales. Y se pasa por alto que nuestra visión cambia con el tiempo: es curioso que lo olviden tantos oportunistas.

Reivindicaciones legítimas contra el racismo institucional se trasladan al terreno de lo simbólico. Un policía mata a un ciudadano en Minnesota y acaban desfigurando una estatua de Cervantes: lógica inapelable. Son estallidos religiosos, que como el racismo forman parte de la historia de Estados Unidos. Como recordaba David Jiménez Torres, los estadounidenses creen que sus debates son los de todo el mundo. Por desgracia, los europeos aceptamos sus marcos y los imitamos. Preferimos hablar de su racismo que del nuestro.

Muchas religiones intentan imponer su idea de lo sagrado. La historia del liberalismo es la historia de cómo se acotó ese impulso, para que pudieran convivir distintas visiones y organizar las diferencias sin matarnos. Es una lección levemente desagradable del pasado y convendría no olvidarla. H @gascondaniel