Si normal viene de norma, España es un país normalísimo. Cada Gobierno compite con el anterior en la emisión de cientos de normas en forma de decretos y leyes a las que, en su mayoría, casi nadie hace (o hacía) caso. Incluso la normalidad se establece por Real Decreto, como el que publicó el Boletín Oficial del Estado para levantar el Estado de Alarma anteriormente dictado. Ya somos oficialmente normales, cosa que siempre es de agradecer. Algunos disidentes no acaban de creérselo, pero eso también entra dentro de la normalidad española.

Nada hay de normal, aparentemente, en vivir bajo una pandemia con el bicho al acecho; pero aun así hemos entrado -unos antes que otros- en lo que el Gobierno llama «nueva normalidad». Parece un eslogan publicitario y no conviene descartar que lo sea. No solo es nueva, sino también algo chocante la normalidad en la que vivimos. Consiste, de momento, en fútbol sin público, gente enmascarada por las calles, colas ante los locales de poco aforo y saludos con el codo.

Nada que ver, ciertamente, con los hábitos de la población antes de que el virus de la corona viniera a trastocarlo todo. Una de las más notables mudanzas de costumbres que ha traído el bicho es la atención que el público presta a las órdenes y recomendaciones del Gobierno. Los españoles que tradicionalmente gastaban fama -algo excesiva- de gente anárquica y poco atenta al mando se han convertido en uno de los pueblos más obedientes del mundo. Quitando a los chinos, como es natural. Dos meses de reclusión domiciliaria aplicada bajo las multas de la Ley de Seguridad Ciudadana (otrora llamada ley mordaza por los que ahora la usan) bastaron para obrar ese pequeño milagro. Tanto es así que, hasta el BOE, habitualmente plomizo, pasó a ser un diario de mucha lectura gracias al interés de los ciudadanos por estar al día de las normas de obligado cumplimiento.

Tampoco sería justo no admitir que el concepto de «nueva normalidad» puede ser un acierto desde el punto de vista lingüístico, aunque suene a neolengua gubernamental. Establece, en efecto, el libro gordo de la academia que lo normal es aquello que resulta «habitual u ordinario», pero no dice en qué momento específico. Antes de que llegasen los infaustos idus víricos de este marzo, era normal andar a cara descubierta, saludarse efusivamente y despreocuparse de lo que hiciera o dijera el Gobierno (salvo que se tratase de Hacienda). Ahora es igualmente normal -o habitual y ordinario, como quieren los académicos- que la gente salga embozada a la calle, guarde las distancias y se enjabone las manos varias veces al día. La nueva normalidad es, más o menos, el reverso de la antigua; pero no deja de ser normalidad en la medida que casi todos la ejercen.

Aun así, parece anómalo que haya elecciones en medio de los calores de julio y que se jueguen partidos de fútbol diariamente con público y sonido de pega a estas alturas de la temporada. Todo es acostumbrarse. Nostálgicos habrá que echen de menos la normalidad de toda la vida, aunque su regreso sea ahora mismo tan incierta e improbable como el reinado de Witiza. Están en su derecho, eso sí, de decir que esto no es ni medio normal.

*Periodista