No sé si el maldito virus me ha vuelto paranoica o más novelera que de costumbre, pero, qué quieren que les diga, se me arruga el espinazo al reparar en una desconcertante coincidencia en torno al nombre de Gilead. Así se llaman tanto la farmacéutica estadounidense que fabrica el Remdesivir, único tratamiento contra el covid-19 aprobado hasta la fecha, como el territorio imaginario que inventó la escritora Margaret Atwood para su novela El cuento de la criada. Sí, la República de Gilead, un lugar horrible, el país ultrarreligioso, dictatorial y misógino en que presuntamente se convierte Estados Unidos tras un golpe teocrático. Vaya concurrencia espeluznante: Gilead. Acorralado por la pésima gestión de la pandemia, el batacazo económico y las protestas contra el racismo enquistado en las instituciones norteamericanas, Donald Trump intenta ahora, a golpe de talonario, salvar algún mueble de cara a las elecciones de noviembre, por lo que acaba de cerrar un acuerdo con la compañía farmacéutica para acaparar todo el Remdesivir de julio y el 90% de agosto y septiembre. Algo parecido ocurrió durante el meollo de la crisis sanitaria con las mascarillas y los respiradores; tanto tienes, tanto vale tu salud. Asegura Gilead que habrá estoc para todos porque sus fábricas están aumentado la producción a marchas forzadas. Pero ¿serán los mismos parámetros de calidad? ¿Y qué precio pagaremos? ¿Más de 2.000 euros por tratamiento? Si esto sucede con un antiviral que acorta los días de ingreso hospitalario pero no cura, ¿qué ocurrirá cuando se descubra una vacuna efectiva? El acceso universal a la sanidad, convertido en una ficha de casino; hagan juego, señores, no va más. Trece impar y negro.

Entre tanto, el virus va haciendo de las suyas con rebrotes aquí y allá, sobre todo entre los más vulnerables, los temporeros de la fruta, los trabajadores precarios de la industria cárnica, las residencias de ancianos, los albergues… ¿Alguien se ha tomado la molestia de preguntarse por qué? La distopía ya habita entre nosotros.