Zaragoza está al borde de la fase 2 al registrar casi la mitad de los contagios de toda España en un día. De seguir así todo volverá a menguar hasta la indefinición de lo que vendrá. Porque será otro casi confinamiento que reducirá todos los anhelos con una incertidumbre personal, empresarial y social desconocidas.

Si caemos otra vez, nadie sabe si habrá salida. Y esto no va sólo de la incapacidad de las administraciones. Esto depende de ti. Sí, de ti que lees esta columna como quien anda despreocupado con el sábado.

No hay nada más necesario que la reacción social ante la pandemia. Los rebrotes que vivimos ahora son más complicados, desde el punto de vista epidemiológico, de lo que las habladurías de bar -sin codo en barra por criterio sanitario- sentencian a gritos con altanería.

Lo que era Madrid en abril puede ser Zaragoza en agosto. Y más preocupante. Una parte importante son personas asintomáticas con focos concretos de gente joven. ¿Pero por qué su reacción es distinta a otras franjas de edad?

Es fácil. El infantilismo con el que la sociedad de consumo les ha adoctrinado les confiere un aura de inmortalidad desmedida. Son capaces de preferir un fin de semana en la playa que preservar la salud de su entorno. Y no, no exagero ni criminalizo: son los datos.

Y esto tiene varias derivadas del porqué no reaccionan. Si tratamos a la sociedad como a niños, se comportarán como tal. Hubo críticas por la magnífica exclusiva periodística de El Mundo con los féretros en la morgue del Palacio de Hielo de Madrid. Al parecer, según los ofendidos, no era una fotografía responsable porque alertaba. Pero esto es una pandemia que ha contabilizado más de 40.000 fallecidos. Y tantas otras víctimas sociales con las consecuencias del precipicio pandémico.

Los jóvenes, y tantos otros, no reaccionan a la pandemia explícitamente hasta que no ven como funciona un respirador, cómo un contagiado reza por no morir o cómo un sanitario se hunde por no ser capaz de salvar una vida.

Da igual que la sociedad pueda o no pueda digerir lo que hay. Ni bailes de sanitarios, ni balcones con música, ni silencios mediáticos.

Más marcas de las mascarillas en los rostros de los sanitarios, más víctimas llorando desconsoladas y más alcaldes desesperados.

¿O es que sólo los cadáveres en el Mediterráneo, la guerra de Siria o las condiciones de la hambruna en Etiopía se merecen la franqueza del dolor?