El 28 de julio de 2010, hace diez años, la Asamblea General de Naciones Unidas, a propuesta de Bolivia, votó reconocer como derechos humanos, tanto el acceso al agua potable como al saneamiento. Fueron 122 votos a favor, ninguno en contra y 41 abstenciones. El texto aprobado reseñaba que 880 millones de personas no tenían acceso al agua potable y 2.600 millones no tenían instalaciones básicas de saneamiento, lo que acababa generando del orden de 1 millón de muertes al año, en su mayoría niños y niñas menores de 5 años, por diarrea. Estas estimaciones apenas si han mejorado, y ello sin tomar en cuenta los millones de personas que enferman y acaban muriendo por beber aguas con metales pesados u otros tóxicos.

En el año 2000, Cochabamba (Bolivia) estalló contra la privatización del agua, en lo que se conoció como la «guerra del agua». En 2002, el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas abrió el camino para asumir el acceso al agua potable como un derecho humano (Observación General 15 sobre el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales). En 2004 Uruguay decidió en referéndum modificar su Constitución e incluir en la misma el reconocimiento explícito de este derecho humano, acabando con los procesos privatizadores que habían transformado el agua en un simple negocio. El ejemplo de Uruguay sería seguido por otros países hermanos de Latinoamérica.

En 2006, se celebró en México el IV Foro Mundial del Agua. El lobi de los grandes operadores privados, que controlaban su organización, seguían resistiéndose a reconocer el derecho humano al agua potable y al saneamiento, en la medida que resultaba problemático justificar el negocio del agua si estos servicios se vinculaban al espacio de los derechos humanos. Sin embargo, al final, una treintena de países, en su mayoría de América Latina y África, emitieron sus propias conclusiones presididas por esta demanda. Fui testigo de los debates en los que Cristina Narbona , que presidía la delegación española como ministra de Medioambiente, se identificó con este documento, que sin embargo no pudo firmar por la premura con que se gestó. No obstante, de vuelta a casa, convenció al Presidente Zapatero para que España tomara una posición activa en la materia.

El mismo 2006, España y Alemania presentaron una iniciativa ante el Consejo de Derechos Humanos en favor del reconocimiento del derecho humano al agua potable y al saneamiento, abriéndose un proceso que llevaría en 2008 a crear la figura de una Experta Independiente en Naciones Unidas sobre el derecho humano al agua y el saneamiento, cuya misión era clarificar el contenido del mismo. Poco después, en 2007, España creó el Fondo del Agua para América Latina, dotado con 1500 millones de euros; el mayor fondo del mundo en este campo.

Durante décadas el Banco Mundial respaldó al lobi de grandes operadores privados, en su mayoría europeos, condicionando sus créditos a la privatización de estos servicios, al tiempo que se oponía a reconocer estos derechos humanos.

Las cosas han ido cambiando y hoy todo el mundo reconoce, al menos formalmente, el derecho humano al agua y al saneamiento; aunque, eso sí, se siguen buscando pretextos para justificar el negocio que supone privatizar la gestión del agua.

En Aragón aún pagamos las consecuencias de haber privatizado el saneamiento en la mayor parte de nuestros municipios, haciendo de esta competencia municipal un oscuro negocio privado cuyo coste se pretende cubrir con el ICA. Un impuesto que los movimientos sociales y gran parte de la ciudadanía consideran abusivo e injusto, y que la propia DGA se comprometió a derogar. El cumplimiento de tal compromiso, sin embargo, sigue demorándose sin justificación conocida. En este décimo aniversario de la declaración de los derechos humanos al agua y al saneamiento, sería oportuna una reflexión sobre este asunto en Aragón. H