Cuando la metáfora y lo representado se aproximan hasta convertirse en una misma cosa, en ese preciso momento nos encontramos. Cercados por un virus biológico que aprendemos a manejar bajo el principio de ensayo y error, y asfixiados por un deseo viral de transcendencia que nos arrastra a buscar la aprobación deseada. Pero hasta nuestra propia realidad virtual también se ha bifurcado, ya no podemos dividir el mundo entre lo real y lo proyectado. Mientras Twitter sigue en su escrutinio de datos o decisiones políticas sobre la pandemia, Instagram ofrece un verano lleno de montañas, playas y barcos. Si solo siguieras a la red de las cosas bonitas, España no sería el país con una cuarta parte de la población en riesgo de exclusión, sino un capítulo de Sensación de Vivir. Hay una decisión consciente de filtrar la vulgaridad de lo cotidiano y pararse solo en la belleza o en lo excepcional. Una necesidad de huida hacia paraísos que ya ni la política ni la religión ofrecen. Queremos que nos quieran o por nuestras agudas reflexiones en 140 caracteres o por nuestra imagen sublimada. No es nada nuevo, siempre hemos buscado lo mismo, pero ahora nuestro radio de acción ha ido aumentando, y hay más gente a la que seducir que vive lejos de tu comunidad de vecinos.

No seamos tan estrictos con los comportamientos políticos que no hacen más que replicar esta tendencia global, y se afanan en ser los más aplaudidos, en congregar más adeptos ante declaraciones vacías o epatar con sus audiovisuales. Unos y otros somos los mismos. Por suerte, los cargos públicos no surgen de una irrealidad trasplantada a lo institucional, sino que los elegimos de entre los nuestros. Es lo que tienen los procesos democráticos que la opinión de cada uno de nosotros vale lo mismo, que las declaraciones firmadas de intelectuales no son el epicentro de la discusión, sino que la viralidad posibilita ahora el protagonismo de cualquiera de nosotros, ciudadanos comunes. Esta gran y deseada, por mi parte, rebelión social acarrea también la responsabilidad de su gestión. Si aumenta nuestro grado de influencia debe ir acompasado del mismo grado de compromiso.

La sociedad de la imagen ya no es algo evitable, y los discursos nostálgicos sobre lo que fuimos, inservibles. La adaptación a los nuevos códigos es un proceso rápido, como todo en este acelerado mundo, y la mayoría lo tiene más que incorporado, diferenciando lo esencial de lo anecdótico. No siempre la gravedad debe regir nuestras vidas, dejémonos un hueco a lo trivial para seguir respirando.