Hubo un tiempo irrepetible en que Sadam Husein generaba tantas pasiones como el coronavirus. En cierta ocasión visitó una escuela, en calidad de dictador iraquí confraternizando con su pueblo. Puso la mano sobre la cabeza de uno de los niños, en la estampa mil veces repetida desde Hitler y que Alec Guinness utilizaba para recordar que los déspotas han de ser interpretados con humanidad. El carnicero de Bagdad le preguntó al alumno:

—¿Sabes quién soy?

—Sí, le he visto en la televisión y cuando mi padre lo ve, escupe a la pantalla.

En la versión bobalicona propugnada por la turbamulta solidaria y parasitaria, todos los iraquíes habrían empezado desde ese momento a escupir a las pantallas, para liberarse de su opresor. Por desgracia, la historia discurrió por un sendero más cruel. El padre del alumno sincero fue localizado, secuestrado y torturado a conciencia. Tras ejecutarlo, se indicó a la familia que podía retirar el cadáver.

EL NIÑO IRAQUÍ no solo fue irreprochablemente veraz, sino valiente por exponer la realidad del país ante el propio Sadam. A modo de recompensa, logró la muerte de su progenitor. En la orfandad de su comportamiento ejemplar, surtió el mismo efecto que los delatores en el orbe soviético. Era un clima de terror que solo puede abarcar quien haya contemplado a padres e hijos sentados a la mesa y hablando en clave, ante el riesgo nunca exteriorizado de que una generación denuncie a la otra por revisionismo o debilitación de las creencias. Sin necesidad de ampararse en regímenes extremos, la sinceridad raras veces se ve recompensada, al igual que sostenía Adolfo Marsillach de la honradez en una de sus geniales incursiones televisivas. Con frecuencia, quienes elogian la sinceridad abstracta son los causantes de que sea perseguida. En el cuento de Andersen que ahora mismo acapara menciones, por el mismo motivo que ha relanzado La peste de Camus , se presume que la sociedad aplaudiría al menudo alertador que proclama que el rey está desnudo. Sin embargo, la bondad universal solo se cumple en las fábulas infantiles. En realidad, el niño deslenguado sufriría el mismo castigo que el alumno iraquí que le dijo la verdad a Sadam. La mayoría de los espectadores apostarían por seguir simulando que el monarca está engalanado.

Todo lo cual conduce de modo inexorable a los vaivenes en la jefatura del Estado. Ante la ausencia de un republicanismo en condiciones, se enfrentan dos concepciones de la monarquía en el primer grado de consanguinidad. Quienes se pronuncian atribulados contra la hipótesis de refrendar un «¿monarquía o república?», deberían enfocar su preocupación hacia el más acuciante «¿fue mejor rey Juan Carlos I o Felipe VI ?» La ciudadanía atemorizada vírica y económicamente se relame ante la distracción que proporciona el conflicto paternofilial, a falta de que la investigación determine que el terremoto dinástico también ha sido propiciado por Podemos.

Un rey desnudo obliga a tomar precauciones, pero la duplicación de esa figura adquiere tintes dramáticos. El principal problema de los monarcas sin ropa es que cada ciudadano tiene una propuesta sobre el atuendo ideal. En este síndrome del modisto han incurrido los bomberos aficionados que le han salido a Juan Carlos I. El manifiesto del centenar de políticos españoles a quienes hoy no votaría nadie, pero que dan la bienvenida a un poco de publicidad tras años de ostracismo compartido con el Emérito, obliga al penúltimo Jefe de Estado a una vestimenta muy concreta que tal vez no deseaba.

EL PRONUNCIAMIENTO gerontocrático, capitaneado por el Alfonso Guerra que hizo carrera con su desdén para la Zarzuela, escora hacia lo conmovedor al apreciar la fraternidad incluso metodológica de la firmante Esperanza Aguirre con Juan Carlos I. Tal vez los conjurados que han decidido enterrarse con su héroe no habrán valorado la venganza que el Rey padre ha emprendido contra su hijo, y que puede ser estorbada por sus juegos florales literarios. Sobre todo, el énfasis en la «presunción de inocencia» del emérito olvida que es una «obligación de inocencia», dado que no puede ser culpable. Ni aunque abrazara esta calificación.

Un monarca ha de elegir la indumentaria que considere más adecuada para el desempeño de su labor, pero le conviene que encaje con el atuendo que sus conciudadanos consideran apropiado, niños incluidos. Felipe VI no está desnudo, pero tampoco se ha pronunciado sobre su vestuario definitivo en un trono que sabía que iba a ocupar desde que tenía un año de edad. Para evitar el embarazo y la angustia generalizados, conviene que el Rey esté vestido. Por si acaso. H

*Periodista