Me pierde la literatura rusa. Dostoyevski y Chéjov son los culpables ( Endo slova, endo tolcava slova ). Y me pierde la madre Rusia, qué gran país. Tuve la suerte de visitar Moscú y San Petersburgo hace unos cuantos años, y fue un viaje maravilloso. Moscú es una ciudad fascinante, colorida y llena de contrastes. La icónica catedral de San Basilio, con esas cúpulas en forma de bulbo, es una joya arquitectónica que no te cansas de admirar una y otra vez. Desde luego, la plaza Roja de Moscú es espectacular. Es la plaza peatonal más grande de Europa. Por cierto, la segunda plaza peatonal más grande de Europa es la plaza del Pilar de Zaragoza. Como dirían Faemino y Cansado , mola más ser subcampeón. Pero es normal quedar por detrás de los rusos. Menudos son ellos. A los rusos les pierde la competición. En la porra de quién sacaría primero la vacuna del coronavirus, ya aposté decididamente por ellos. Como si hubieran vuelto los tiempos de la carrera espacial, se han adelantado a los Estados Unidos, a los chinos, a los británicos… El otro día, curiosamente, soñé que viajaba a Rusia de nuevo (ahora que no es fácil viajar al extranjero sueño muy a menudo con destinos en los que he disfrutado en el pasado), y una vez allí, y gracias a mis contactos en el Kremlin (en el sueño yo era algo parecido a un espía internacional), acudía a ponerme la vacuna, claro que sí. Entraba en un imponente edificio, altamente secreto, y un médico enorme que parecía un armario ropero me hacía pasar a una sala inmaculadamente blanca. «Desnúdese», me indicó. «¿Qué? ¿Dónde me ponen la vacuna?», quise saber, sintiendo un leve temblor. El médico sonrió levemente. «Hombre, si la vacuna se llama Sputnik Cinco…». A los rusos les pierden las rimas.