Desde que llegó, no se sabe bien cómo, a la Casa Blanca, Donald Trump parece haber perseguido otro objetivo que servirse de esa posición de extraordinario poder en beneficio propio y de su familia sin que le haya importado lo más mínimo desmontar en esa tarea las instituciones democráticas.

A base de mentiras destinadas a un amplio sector de la ciudadanía tan ignorante como crédulo, al frente de todo tipo de corrupciones, rodeado por un grupo cambiante de aprovechados y de aduladores, Trump no ha dudado en tirar por tierra hasta lo más sagrado para satisfacer su descomunal ego.

Parece mentira que el Donald haya logrado resistir cuatro años sin que hayan hecho en él mella las acusaciones lanzadas por un Partido Demócrata que ha parecido en todo momento más obsesionado por denunciar, sin visible éxito, las injerencias rusas en las elecciones norteamericanas que por los continuos ataques del Presidente a la división de poderes.

Por no hablar de un Partido Republicano de cuya cobardía y obsequiosidad hacia un adulador de tiranos asiáticos como es Trump se habría sin duda avergonzado ese Abraham Lincoln al que sus correligionarios de hoy profesan hipócritamente admiración.

Ahora, ese enemigo de la transparencia y la rendición de cuentas se permite pronosticar que las elecciones presidenciales del próximo noviembre amenazan con constituir un fraude si él termina perdiendo e insinúa la posibilidad de no reconocer su resultado.

Su última maniobra ha consistido en efecto en arrojar la sombra de la duda sobre el voto por correo, habitual en las democracias, en lo que no cabe interpretar sino como un claro intento de obstaculizar sobre todo el sufragio de las minorías, tradicionalmente más favorables al Partido Demócrata.

Llevaba ya tiempo Trump intentando desmantelar el servicio postal universal y para ello no dudó en hacer lo que hace siempre: nombrar al frente del mismo a uno de sus generosos financiadores, un tal Louis Dejoy , fundador con anterioridad de una empresa de logística que a acabaría vendiendo a un competidor.

Junto a su mujer, a la que Trump designó embajadora de EEUU en Canadá, Dejoy tiene participaciones en su antigua empresa, a la que adjudicó desde su nuevo puesto al frente de Correos contratos por valor de 57 millones de dólares sin que nadie parezca ver en ello un conflicto de intereses.

Nada más ser designado para encabezar ese organismo, Dejoy prohibió las horas extraordinarias y ordenó desconectar las máquinas clasificadoras argumentando que, con la llegada de internet, la gente mandaba ya menos cartas y no eran necesarias.

Correos, que da trabajo a 600.000 personas en todo el país, entre ellas muchos miembros de las minorías étnicas, se resiente de años de falta de inversión en la renovación no sólo de su maquinaria, sino también de su flota de vehículos para el transporte de cartas y paquetes.

Los demócratas sospechan que Trump no quiere que funcione como debería para obligar ahora a los ciudadanos al voto presencial, al que muchos serán sin duda reacios por miedo al contagio del coronavirus en las largas colas que se formarán frente a los colegios electorales o porque tendrán que ausentarse durante horas de sus trabajos y perderán así la parte proporcional de su sueldo.

Los indicios no pueden ser más claros: mientras que numerosas empresas del sector privado recibieron los últimos meses más de 600.000 millones de dólares de subvenciones, Correos no tuvo la misma suerte. Sus pérdidas son un argumento más para la privatización de un servicio gracias al cual millones de norteamericanos reciben lo mismo sus cheques salario que, en las zonas rurales, sus medicamentos.

Es significativo que, como indica un sondeo del Pew Research Center, Correos sea el organismo público que más apoyo obtiene de la opinión pública: nada menos que un 90% de los encuestados son favorables al servicio universal que teóricamente ofrece. Pero ¿qué importa eso a un presidente dispuesto sólo a ganar un segundo mandato para seguir eludiendo cuatro años más la acción de la justicia? H