Tengo la impresión de que bastantes empresas de servicios se han aprovechado de esta pandemia para ahorrar costes mediante el fácil y socorrido procedimiento de introducir a sus trabajadores en eso que llaman ERTE, lo cual implica que una parte de los salarios los pague el papá Estado, mientras los trabajadores permanecen en sus casas sin ver un solo euro durante varios meses o teniendo que hacer chapuzas ilegales para poder dar de comer a su prole. Asimismo, da la impresión de que las administraciones públicas han permitido que muchos empleados trabajen menos de lo que es su obligación, emboscados en eso que llaman teletrabajo. Si yo fuera la única persona que tuviera esa percepción, el fenómeno dejaría de tener importancia. Sin embargo, no hay más que leer las cartas que los lectores envían a los periódicos, o escuchar las quejas que los oyentes mandan a las emisoras de radio, para percatarse de que esta sensación está muy generalizada.

No creo que sea exagerado afirmar que la calidad de los servicios de atención al público ha empeorado de manera extraordinaria desde el día en que se aprobó el estado de alarma hasta hoy. Pero lo que más me saca de quicio es comprobar que algunas empresas, como es el caso de los bancos, justifican la drástica reducción del número de oficinas que tienen abiertas al público, publicitando que lo hacen para proteger a los usuarios de posibles contagios. Podría llenar muchos folios narrando hechos probatorios del desmadre a que han llegado ese tipo de servicios, pero por limitaciones de espacio me limitaré a citar tres ejemplos.

Unos días antes del confinamiento general, un radar oculto de la Policía municipal me endosó una multa de 100 euros por ir a 40 kilómetros en una calle cuyo límite máximo de velocidad, hasta pocos meses antes, era de 50 kilómetros (ahora es de 30). Cuando recibí la notificación (ya habían cerrado todos los servicios municipales de atención presencial), vi que si la pagaba antes de 20 días a contar desde su recepción en casa, me rebajaban la mitad. Lo primero que hice es ir, 7 días después de haberla recibido, a pagar la multa a una de las pocas sucursales bancarias que estaban abiertas, en las que el ayuntamiento permitía el pago. Sorprendentemente, la máquina no admitió el abono con descuento. Le mostré al empleado la fecha y este me respondió que él no podía hacer nada contra la máquina.

A LA VISTA de ese fracaso, llamé un montón de veces cada día al teléfono municipal que figuraba en la notificación y nadie respondió. Solo se escuchaba una voz que decía que los plazos no prescribían durante el estado de alarma. Esperé a que se terminara y comencé a llamar otra vez, pero nadie cogió el teléfono. Harto de tantas llamadas inútiles me presenté en dicho servicio municipal y, por fin, me atendieron a regañadientes por no tener cita previa. Pagué 50 euros y me dijeron que me mandarían por mail el resguardo de dicho pago. Han pasado más de dos meses y todavía estoy esperando.

En enero abrí una cuenta senior en un banco con el fin de gozar de los servicios que anunciaba el folleto propagandístico (fundamentalmente me interesaba el servicio de apoyo a emergencias personales). Ese servicio lo gestionaba una empresa privada contratada por el banco. Dicha empresa, después de estar esperando un mes, me envió un reloj de esos que avisan a una centralita cuando hay una emergencia personal, pero no funcionaba. Tuve la desgracia de que llegó el confinamiento general y la oficina bancaria donde lo contraté cerró a cal y canto. Hice una queja por escrito al servicio nacional de atención al cliente y a los pocos días me respondieron que me daban de baja de ese servicio y que me devolverían la comisión cobrada. Como el motivo por el que abrí esa cuenta era el uso de ese servicio, no me quedó otro remedio que ir a la oficina más cercana a mi domicilio, que estaba abierta, para protestar. De entrada, me encontré con una interminable cola de clientes, lo cual motivó que tuviera que esperar más de una hora bajo un tremendo sol de justicia, recibiendo las miasmas de los paseantes que transitan por la concurrida acera, más las de los clientes de la cola que no llevaban mascarilla. Cuando me tocó el turno, entré en la oficina y el empleado que me atendió me dijo que trasladaría mi queja al correspondiente departamento. Todavía estoy esperando la respuesta y han pasado más de tres meses. Es más que evidente que si estuvieran abiertas todas las oficinas bancarias se evitarían esas cansinas y contagiosas esperas.

LLEVO TOMANDO desde hace muchos años una medicación diaria contra la hipertensión y el exceso de colesterol. Hasta ahora, cuando necesitaba renovar los medicamentos, me acercaba a un centro de salud concertado (hago saber que como funcionario pertenezco a Muface y que no tiene instalada la receta electrónica) y no tenía ningún problema. Desde que llegó el confinamiento general, era preciso pedir cita previa.

La primera vez que necesité recetas, llamé por teléfono y lo único que pude lograr es pasarme horas y horas escuchando música y, de vez en cuando, una voz que decía: «En estos momentos todas las líneas están ocupadas; no se retire». Harto de tanto esperar, me largué a la farmacia más cercana y compré con mi dinero la medicación. Así, mes tras mes. Pero lo más insólito lo contemplé el pasado 20 de agosto. Estaba esperando en las oficinas del seguro médico la autorización para una resonancia magnética y llegó un señor con una receta en la que le recomendaban un test covid, ya que tenía varios síntomas típicos de esta infección vírica. La señora de la recepción le dijo que saliera urgentemente a la calle y que llamara a un número telefónico, a lo que el hombre le respondió que estaba harto de llamar y nadie se lo cogía. El pobre hombre, aterrado, salió a la calle y yo ya no sé cómo acabó la cosa. Por desgracia, a tenor de las quejas que he leído en distintos diarios, algo parecido sucede en los centros públicos de atención primaria.