Cualquier ciudadano español es consciente del impacto que tuvieron en la economía los fondos de cohesión y de desarrollo regional que el país recibió tras el ingreso en la Unión Europea en 1986. Fue un impulso modernizador, especialmente orientado a las infraestructuras del transporte y hacia la creación de una economía industrial y de servicios que pensara en clave europea. También supuso que este país diera los primeros pasos en materia medioambiental. Tras las sucesivas ampliaciones de la UE, España perdió capacidad de acceso a esos fondos, en parte también porque protagonizó un ciclo de crecimiento económico ligado a la creación del euro y vinculado a la construcción, al turismo y, en menor medida, a las exportaciones. La crisis financiera puso en evidencia lo que algunos decían sin que les hiciéramos caso: una parte importante de ese crecimiento estuvo sustentado en el endeudamiento, especialmente de las empresas y de los particulares. Y cuando España reclamó la ayuda europea, sus socios lamentaron que aquellos fondos no hubieran dado mayor solidez a nuestra economía. Y se impuso la austeridad como única solución, lo que lastró el crecimiento durante años y ha supuesto un severo retroceso en la cohesión social.

Afortunadamente, la respuesta de la UE a la crisis económica derivada del covid-19 ha sido radicalmente distinta. Alemania y Francia atendieron en esta ocasión las demandas de una política monetaria expansiva de parte de España, Italia y Portugal. Y doblegaron las resistencias de Holanda, Austria y los países nórdicos. De manera que la UE va a poner encima de la mesa 750.000 millones para salir de esta crisis, de los cuales, si España hace los deberes, 140.000 millones pueden llegar a las empresas de este país y multiplicarse para impulsar la creación de empleo y el crecimiento en colaboración con el capital privado. Se trata de una necesidad y una oportunidad únicas. En primer lugar, porque si esta operación no tiene éxito, la deuda acumulada por el Estado para paliar los efectos de la pandemia mientras dure lastrará el futuro durante décadas. Solo un ciclo de crecimiento sostenido puede frenar esa deriva. En segundo lugar, porque los menores de 40 años tienen derecho a que su alta formación y sus sacrificios de la última década reviertan en una etapa de consolidación económica que asegure su futuro de una vez.

La UE ha fijado tres ejes prioritarios para acceder a esos fondos: la reindustrialización, la reconversión energética y la transformación digital. Hay que entender que estos ejes no son sectoriales sino transversales. No se trata de montar proyectos y empresas verdes, digitales o industriales sino de potenciar que cualquier empresa de cualquier sector cambie sus fuentes de energía, incorpore la dinámica digital a su ciclo de producción y de distribución y de que se potencien los aspectos productivos antes que los financieros o especulativos. No se trata de crear burbujas en manos de grandes corporaciones, como ocurrió con el último plan de renovables, sino que esta es una iniciativa que debe implicar al conjunto de la economía, también a las pequeñas y medianas empresas y a los trabajadores autónomos.

¿Será capaz España de responder a este reto? Quienes no pueden fallar son las instituciones, las públicas y las privadas. Hay que generar muchos proyectos, bien orientados y bien presentados para ser vistos por la lente de Bruselas. Y hay que crear las condiciones que los hagan creíbles, y ello implica desde ser capaces de aprobar unos Presupuestos para el 2021 hasta afrontar reformas estructurales largamente aplazadas como una legislación laboral que no sea dual ni unilateral y la manida reforma de la formación profesional, pasando por aclarar embrollos históricos como el déficit tarifario en la energía o el multimillonario rescate financiero.