Cuando queríamos pensar que los virus eran ya solo metáforas, uno ha llegado, ha matado a un millón de personas en todo el mundo y ha cambiado nuestra vida. Ha trastocado cosas que definían nuestro país: el sistema de salud pública, el turismo, el modelo autonómico. España ha tenido el confinamiento más duro de Europa y una de las mayores cifras de víctimas. Ha sido el primer país en sufrir una segunda ola. Ha sufrido una caída del PIB espectacular y las previsiones del FMI para España son espeluznantes. Max Roser señalaba que los españoles somos quienes más desconfiamos de las cifras oficiales sobre las víctimas de la enfermedad. No nos creemos las locales y tampoco las de otros países. Sería injusto no reconocer el mérito del Gobierno y su gestión de los datos sobre la pandemia en la extensión del escepticismo.

Se ha actuado como uno de esos defensas que no prevén el movimiento del delantero y llegan tarde y mal. Actúan con una fuerza excesiva para camuflar su despiste y tocan más al jugador que al balón. Tras minimizar los peligros del virus por razones de conveniencia política, se aplicó un confinamiento estricto. El Gobierno decidió dejar a los niños seis semanas encerrados en casa; el único argumento serio para hacerlo era que se podía. Hubo sanciones elevadas, abusos de autoridad e inseguridad jurídica mientras el sistema sanitario colapsaba y decenas de miles de personas morían en las residencias.

Se proclamó la victoria sobre el virus. Tenemos más muertos por millón de habitantes y caída del PIB que Estados Unidos. Se hizo una desescalada cuyos términos estipulaba un comité que no existía. En algunas cuestiones sorprendía la laxitud, en otras la rigidez.

Las medidas estrictas estaban destinadas a ganar tiempo y preparar mecanismos para reaccionar ante nuevos embates del virus. Hay muchas cosas que no se podían predecir, pero parece que tampoco hemos sabido prepararnos ante otras más previsibles. El inicio del curso oscila entre la irreflexión, el miedo y el simulacro: no hay planes y apenas ha habido discusión, pero por si acaso obligaremos a que los niños de seis años lleven mascarilla en los centros, cuando en la mayoría de países es a partir de los once.

Todos intentan eludir la responsabilidad y, pese a la situación alarmante, predominan el tacticismo y los vetos entre fuerzas políticas. Las administraciones autonómicas han tenido errores gravísimos. Aunque cambia de táctica, el Gobierno central mantiene la improvisación como modus operandi y una inexplicable autosatisfacción como actitud por defecto. Nuestra filiación sectaria ofrece un refugio consolador pero ilusorio ante un otoño que da miedo. @gascondaniel