«No morimos porque estemos enfermos, morimos porque estamos vivos». A Montaigne debemos tan lúcido aserto. De ahí que sostenga que a Joaquín Carbonell no se lo ha llevado el coronavirus sino la vida. Vivir es un relato que nos mata / vivir es una droga que nos mata, escribió en una de sus canciones. El 12 agosto pasado, ingresado ya en el hospital, cumplió 73 años. Antes de enfermar, Joaquín rebosaba energía y entusiasmo. Atemperado por la experiencia aspiraba a seguir cantando con sinceridad y sin aspavientos. Había comenzado a cantar a finales de los años 60, influido por el folk norteamericano, y poco a poco fue descubriendo otros modos y maneras, otras formas de contar. Fue un cantautor en los estertores de la dictadura franquista, pero los árboles del compromiso social de sus textos no eclipsaron el bosque de la canción menos transitoria.

En 1976 grabó Con la ayuda de todos, y contó con la sabiduría sonora de Toti Soler y La Rondalla de la Costa. Más tarde, trabajador que era, registró tres álbumes en tres años: Dejen pasar (1977), Semillas (1978) y Sin ir más lejos (1978). En ellos fue creciendo el tallo de la diferencia, y la apertura hacia músicas que rompieron moldes e influyeron en el desarrollo posterior de la canción popular. En esos discos encontramos nombres como losde Santi Arisa, Mauricio Villavechia, Carles Benavent, Josep Maria Bardagí, Jorge Sarraute, Francisco Burrull... Sí, el talento catalán (barcelonés, mejor) de la época contribuyó a modelar al Carbonell más global. En Sin ir más lejos, antes de que España perdiera los complejos al comienzo de la década de los 80, Carbonell se metió en aires de pasodoble y rumba. Con todo, entendió que no eran buenos tiempos para la canción popular nacida durante el tono gris de las españas y colgó la guitarra durante 15 años. El periodismo y la literatura cubrieron ese hiato.

Regresó a los escenarios un poco antes de entrar de nuevo en los estudios de grabación. En 1996 homenajeó a su admirado e influyente Brassens con el álbum Ojo al gorila.

Tabaco y cariño llegó en 1998, y en el temido año del efecto 2000, resultado de un concierto con Tonton Georges Trio, armó Homenage à trois. En Sin móvil ni coartada (2003), uno de sus mejores discos, sonaron ecos de Leonard Cohen y atmósfera de cabaret. La tos del trompetista (2005) y Clásica y moderna (2008) anticiparon otra grabación espléndida: El carbón y la rosa (2017). Y en medio, discos con Labordeta y La Bullonera (la mitad de grupo, vaya), un directo, el debut de Los Tres Norteamericanos...

Irónico y amante del humor, Carbonell ha cantado a la vida (con todos sus matices) usando los recursos musicales que ha creído convenientes: de la chanson al blues, pasando por el rock y la música latinoamericana. En el 2019, pletórico de voz y de energía, celebró 50 años sobre los escenarios con un concierto en el Teatro Principal de Zaragoza, acompañado por José Luis Arrazola (guitarra), Roberto Artigas (guitarra, ukelele, banjo y voces), Coco Balasch (bajo), Quique Casanova (batería) Kalina Fernández (violín) y Richi Martínez (teclados, voces y dirección musical), del que salió un disco hermoso.

Escribí sobre esa grabación en este periódico y titulé el artículo Cincuenta años y un día. Fue una manera de significar que a su voz y a su talento, pese al tiempo transcurrido, aún le quedaban muchas jornadas por delante. Me equivoqué. No contaba con el coronavirus, no contaba con la canallez de vida. Así que ahora tengo que rectificar: Joaquín tiene por delante la eternidad y un día.