Decía que lo empezó a finales de los años setenta y que, después de treinta, lo publicó. No es una novela histórica, ni un libro a pedir de boca para el consumo. Ni de encargo. Vamos, que no tiene que ver con la gastronomía o con cualquier otro tema apetecible, quiero decir apasionante o de entretenimiento. No es un libro que se devore. Es un ensayo, un género de libros que da que pensar a quien los lee y bastante trabajo a quienes los escriben. Aunque esto depende, pues el género no hace al monje ni todos los ensayistas son unos intelectuales. Hablo de Ignacio Sotelo , El título del libro es El Estado social . Antecedentes, origen, desarrollo y declive (Ed. Trotta, 2010). Ignacio murió hace unos años, que en paz descanse. Su libro sigue vivo.

Se trata de una aproximación al tema del Estado social como argumento histórico, y de una descripción sociológica de su realidad como producto final. De un relato y de un diagnóstico: de contar lo que ha pasado, lo que fue, y de decir lo que nos pasa y lo que ha llegado a ser el Estado social con sus achaques. Tuvo su momento y su título de gloria como Estado de bienestar , ya saben, y se pensó que se había llegado a una forma de Estado insuperable. Al mitigar la condición de las clases menos favorecidas y compensar a los trabajadores con el salario social, se fomentó un consumo para satisfacción de muchos y mayor enriquecimiento de pocos. Pero este consenso democrático y social, base de legitimación del Estado de bienestar, se acabó.

Y los mismos políticos y sociólogos que vendieron durante el desarrollismo el modelo como «el no va más» a las naciones premodernas, recuperada la memoria de la guerra y su advertencia, abandonaron el mito de un progreso indefinido y comprendieron que no se podía ir más allá: «El globo de la socialdemocracia estaba perdiendo gas» ( Dahredorf , 1983)

El autor dedica dos tercios de su libro al desarrollo histórico del tema y uno a la descripción sociológica del problema. Como historiador y sociólogo se atiene a los hechos, y no se ocupa del futuro que no es un fenómeno observable. Y viendo lo que hay que ver, después de identificar los factores con los que habrá que contar en un futuro previsible, si lo hay, dice que «se ha dado de bruces con la mayor crisis económica desde los años treinta». Y ante «los continuos anuncios de que ha pasado lo peor», advierte que «no cabe tampoco eliminar los pronósticos más catastróficos». Pero si recuerda lo peor que puede pasar es porque el olvido, nunca la amenaza, disminuye la probabilidad de que suceda lo mejor.

Más allá de la ciencia y más acá de las veleidades, se pueden hacer conjeturas razonables y asumir compromisos políticos. Si como científico se ocupaba de hechos, como intelectual Ignacio se preocupaba del futuro y por eso escribía. No tendría ningún sentido hacer conjeturas si no fuera bajo la hipótesis de la supervivencia de la humanidad.

Y no sería honesto escribir lo que escribía si no se apostara por un Estado democrático y social en una sociedad en la que el trabajo es un bien escaso, el mercado global, las fronteras permeables, la energía escasa, el progreso ambiguo y los peligros planetarios. «Mientras al poder se llegue con el voto -escribe- es muy difícil que cuajen los intentos de desmontar por completo el Estado social». De acuerdo y en eso estamos. Porque nada se nos va a regalar.