La lluvia debería ser para las cosechas, para fabricar el perfume de la tierra mojada de los veranos y para limpiar el pulmón grasiento y el alma corrompida de las ciudades en cuyas azoteas de oro plastificado los criminales festejan sus fechorías medioambientales. No le encuentro la glosa lírica, ni comprendo a los amantes que se extasían tras el cristal empapado. No creo que ningún rapsoda haya escrito versos bajo el paraguas, ni sentado en el parque azotado por el chaparrón. Su espíritu purificador y alimenticio invitó a la extracción de corazones humanos como sacrificio y los santos son sacados en procesión pagana para invocar a las nubes preñadas. Costumbres oscuras de la cultura de la ignorancia. La tozudez del agua también provoca la catástrofe en el cosmos de los pobres y no me quiero imaginar como pasajero en el arca de Noé durante cuarenta días y cuarenta noches de diluvio universal, a codazos entre animales aterrorizados, litigando por una plato de forraje con una boa constrictor o un bisonte. La lluvia, lejos de los campos agrietados por la hambruna y de los bosques que se adornan con sus gotas, es ácido que carcome el alma hasta hacer visible los huesos de la melancolía. Y entonces suena Albert Hamond y su It never rains in southern California.