No sé de qué sirve desmantelar una fiesta clandestina e imponer algunas sanciones si todos los furtivos regresan tan panchos a su casa, al trabajo o a clase escupiendo virus sin control. Me pregunto qué sentido tiene cerrar los bares si tenemos a la Policía y la Guardia Civil medio locas buscando bajeras, viviendas particulares y naves en polígonos industriales donde todos los fines de semana y fiestas de guardar, pero todos, se celebran fiestas ilegales que se promocionan en internet. Dudo que sean necesarias medidas más restrictivas si no se hacen cumplir algunas tan básicas como impedir que aceras de un metro se conviertan en auténticas tascas y sean los peatones los que tengan que tirarse a la calzada para evitar humos y aerosoles. Y mientras nuestros mayores se mueren de tristeza en residencias cerradas a cal y canto, otros se matan a juergas sabiendo que tendrán preferencia en las ucis por razón de edad. ¿Es de justicia? En absoluto, y me cabrea el mantra permanente de nuestras autoridades pidiendo responsabilidad individual a sabiendas de que la irresponsabilidad es colectiva, por lo que aún estoy esperando que se sancione a quienes colapsan las carreteras que conducen a la montaña o a la playa en días señalados, pongamos el próximo puente de la Constitución. Viendo las imágenes de Italia, donde a los enfermos se les está aplicando oxígeno en sus propios automóviles, a las puertas de los hospitales, me temo lo peor. Y me pregunto si no sería más práctico cuarentenar en carpas o en plazas de toros a todos esos juerguistas como remedio más eficaz para frenar el contagio. Y reclamo a voz en grito desde mi autoconfinamiento que, a esos delincuentes que diagnosticados positivos siguen campando a sus anchas, se les recluya a pan y agua en una topera. Si estuviera de mejor humor gritaría ¡viva China!.