Un país desmembrado a tirones, desde los cuatro puntos cardinales: los populistas de izquierdas y de derechas; los separatistas y algunos partidarios de exterroristas; los que quieren poner a España del revés a toda costa; los tibios; los ambiciosos a cualquier precio; los que no tienen vergüenza; los que odian; los inútiles y los que no se enteran de nada. Les aseguro que hay un espécimen para cada categoría. Y nos quejábamos de Trump .

Por supuesto no desconozco que, en su ya larga historia, España ha estado peor. Pero estábamos tan acostumbrados a convivir en nuestra mejor época (1977-2015) que resulta desdichado perder lo que tantos años y con tanto esfuerzo tardamos en conseguir. Cosa distinta sería que, asumiendo que el tiempo no pasa en balde y aceptando los nuevos requerimientos y necesidades del país, procuráramos llevar a cabo las reformas que los nuevos españoles exigen.

Para hacerlo, bastaría con que unos cuantos políticos, con ciertas dosis de moderno patriotismo, se pusieran de acuerdo. Cosa que, desgraciadamente no veremos a corto plazo y que solo podría lograrse a medio plazo si los ciudadanos exigieran en las urnas lo que toca hacer. Me conformaría con que pudieran adivinarse ciertos cambios en las encuestas. Cuestión harto difícil, conociendo nuestra mansedumbre.

No es necesario que cite ejemplos que el lector conoce bien. No hay día en que a muchos españoles no nos entren ganas de apagar la radio y la TV, dejar de comprar los periódicos y mandar el móvil, con sus redes sociales, a hacer puñetas. Tal es el hartazgo que produce la desidia y, en ocasiones, la falta de vergüenza de nuestra clase política. ¡Qué pena de país!

Un país que sería casi perfecto si una docena de líderes, cuando los haya, fueran capaces de ponerse de acuerdo sobre la base de un principio fundamental en la política de pactos: saber ceder. Bastaría con pactar la ley, como se hizo en el 78. A partir de ahí todo fue posible.

Nada hay por encima de la ley. O preservamos y hacemos cumplir a rajatabla la que tenemos o la modificamos procurando que sirva para todos, no solo para la mitad del país, como desgraciadamente ahora sucede (la ley de educación es un buen ejemplo).

Porque, el mayor ataque que hoy sufre el modelo político de la Transición, es el de aquellos que entienden que la democracia está por encima de la ley. Los que creen que los elegidos por el pueblo, por el hecho de serlo, detentan unas virtudes que la naturaleza no les ha dado, pero que les da patente de corso. Los votos permiten casi todo de acuerdo siempre con la ley. Pero solo los votos no nos hacen necesariamente mejores. También por esa razón se hacen las leyes.

Los representantes de los ciudadanos tienen los derechos que la Constitución les reconoce. Incluso el derecho a querer cargarse el país para su exclusivo beneficio, o para hacerlo a su imagen y semejanza. Cosa distinta es que otros también tienen el derecho a impedirlo con la ley en la mano. Impedir la descomposición territorial de este país o, a medio plazo, una tercera república, y lo que para algunos esto representa, que sería el tercer fracaso histórico y origen de demasiados conflictos. Ya explicaré en otro artículo la dicotomía, en España, entre república y monarquía. A él me remito.

Si diré, por enésima vez, que una de las claves para hacer frente a la situación actual e iniciar un periodo de reformas, sería la aprobación de una nueva ley electoral, con el objetivo de liberar de determinados yugos al gobierno de turno. Cuestión esta de la que nadie habla porque nadie tiene interés en cambiar las cosas. A unos les va bien, a ellos, no al país, a costa de cualquier cosa y a otros parece que les va bien en la oposición, al menos hasta que crezcan. Mientras tanto, la casa sin barrer y las reformas sin empezar. Y así llevamos cinco largos años. Esta vez, además, nos ha tocado el covid-19, cuya gestión es la prueba del nueve de todos los males del país.

Creo que muchas personas y profesionales de prestigio y algunos responsables políticos desinhibidos, deberían poner pie en la pared y hacer el gesto de rechazar el estado actual de la política, como manifestación de hastío e indignación contra un sistema que es, por si mismo, incapaz de resolver la mayor crisis de Estado que España ha sufrido en muchos años. Porque, dejar que las cosas sigan como están, sin tan siquiera indignarse, no es de recibo.

Causa miedo pensar, como algunos afirman, que España puede acabar siendo un Estado fallido. Camino llevamos.